EL CONDE DE
po en que no creía poderle cumplir—
dijo el desconocido sonriendo— ; he he-
cho algunos votos por el estilo, y espero
que se cumplirán a su vez.
Aunque Simbad pronunció estas pa-
labras con la mayor sangre fría, sus
ojos lanzaron una mirada de ferocidad
extraña.
—¿ Habéis sufrido mucho, caballero ?
—le dijo Franz.
Simbad se estremeció y le miró fija-
ente.
—¿ En qué lo conocéis? — preguntó.
—En todo — replicó Franz—; en
vuestra voz ; en vuestra mirada, en vues-
tra palidez y en la vida que lleváis.
—¡ Yo! Pues si llevo la vida más fe-
liz que darse puede : una verdadera, vi-
da de bajá; soy el rey de la creación ;
si me gusta un lugar, me quedo en él;
si me fastidia, lo dejo; soy libre como
el pájaro, y como él tengo alas. Las
personas que me rodean me obedecen a
una señal ; de vez en cuando me divierto
en burlarme de la justicia humana, liber-
tando de sus garras a algún bandido a
quien busca, o a algún criminal a quien
persigue. Además, yo tengo también mi
justicia, justicia baja y alta, sin térmi-
nos ni apelaciones, que condena y que
absuelve, y con la cual nadie tiene que
ver nada. ¡Ah! si hubieseis disfrutado
de mi vida no apeteceríais otra, y no
volveríais al mundo, a menos que, co-
mo yo, buvieseis que realizar algún pro-
yecto.
—Una venganza, sin duda — dijo
Franz.
,, El desconocido fijó en el joven una
de esas miradas que penetran hasta lo
más profundo del corazón y del pensa-
miento.
—¿ Y por qué una venganza? — pre-
guntó.
—Porque — continuó Franz — me
parecéis un hombre que, perseguido por
la sociedad, tiene que ajustar con ella
cuentas terribles.
—No — exclamó Simbad riendo y
mostrando sus dientes blancos y agu-
dos—, no lo creáis; tal como me veis,
soy una especie de filántropo, y algún
día tal vez vaya a París a entrar en com-
pes con M. Arper y con el hombre
la capilla azul.
MONTECRISTO 179
—¿Y será la primera vez que hacéis
este viaje ?
—¡Oh! ¡Sí! Parece un poco curio-
so, ¿eh? Pero os aseguro que no es
culpa mía si he tardado tanto; si no
es un día, será otro.
—¿ Y pensáis hacerlo prontgo ?
—Todavía no sé ; eso depende de cir-
cunstancias sujetas a combinaciones in-
ciertas,
—Me alegraría estar en la época en
que vos fueseis, y procuraría devolveros
la hospitalidad que me dais en Monte-
cristo,
—Con mucho gusto aceptaría vuestra
oferta — replicó Simbad— ; pero, des.
graciadamente, si voy ha de ser de in-
cógnito,
Lia cena, entretanto, avanzaba ; pare-
cía haber sido servida expresamente
ra Franz, porque apenas había gustadd
el desconocido algún que otro plato del
espléndido festín que le había ofrecido,
y al cual había hecho aquél tan cumpli.
damente los honores.
Al fin, Alí colocó los postres, o, más
bien, tomó los canastillos de las cabe-
zas de las estatuas, y los puso sobre la
mesa. Entre dos de éstos colocó una pe-
queña copa de oro, cerrada por medio
de una tapadera del mismo metal,
El respeto con que había traido Ali es-
ta copa, picó la curiosidad de. Franz.
Levantó la tapadera, y vió una especie
de pasta de un color verde que le era to-
talmente desconocida. Volvió a colocar
la tapadera, quedando tan ignorante de
lo que contenía, después de haberla ta»
pado, como antes, y mirando a su hués-
ped, le vió sonrelrse de su admiración.
—No podéis adivinar — le dijo éste—,
qué clase de comestibles encierra esa c0-
pa, y eso os da que hacer, ¿no es así?,
—Lo confieso.
—Pues bien; esa especie de confite
verde no es ni más ni menos que la am-
brosía que Hebe servía en la mesa de
Júpiter. e
—Pero esa ambrosla — dijo Franz—,
sin duda al pasar por manos de los hom-
bres, habrá perdido su nombre celestial
para tomar un nombre humano. En
fin, ¿cómo se llama ese ingrediente, ha.
cia el cual, por otra parte, no siento gran
simpatía ? a
—¡Eh! Ahi tenéis, justamente, la
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