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ce días, y ahora no quedan más que los
necesarios para el servicio.
—¿ (Qué estáis diciendo? — pregun-
tó Franz.
—Digo que cuando no comprendo
una cosa, tengo la costumbre de no de-
tenerme mucho en ella, y de pasar a
otra. ¿Está pronto la cena, maese Pas-
trini?
—£81, caballero.
—Pues bien ; lo primero cenemos.
—¿ Pero el carruaje y los caballos 2—
dijo Franz.
—Tranquilizaos, querido amigo, ellos
vendrán por sí solos ; el caso está en el
precio. ]
Y Morcef, con esa admirable filosofía
del hombre que nada cree imposible
mientras siente bien lleno su bolsillo, ce-
nó, se acostó, durmió perfectamente, y
soñó que pasaba el Carnaval en un ca-
rruaje tirado por seis caballos.
XXXITII.—Bandidos romanos.
'Al día siguiente Framx se despertó an-
tes que su compañero, y así que estuvo
despierto tiró del cordón de la campa-
nilla.
Aún vibraba el sonido de ésta, cuan-
do maese Pastrini entró en persona.
—¡ Y bien ! — dijo el huésped, triun-
fante, sin esperar a que Franz le inte-
rrogase—. Bien lo sospechaba yo ayer
cuando no quería prometeros nada ; ha-
béis acudido demasiado tarde, y ya no
hay en Roma un solo carruaje desal-
quilado, para los tres días, se entiende.
—Sí — exclamó Franz—, para los
días que más lo necesitamos.
—¿Qué hay ? — preguntó Alberto en-
trando—. ¿No tenemos carruaje ?
—Justamente, querido amigo — dijo
Franz— ; lo habéis adivinado.
—¡ Pues está buena vuestra Ciudad
Eterna !
—Es decir — replicó maese Pastrini,
que deseaba quedase bien el pabellón de
la capital del mundo cristiano con los
viajeros—, es decir, que no hay carrua-
je desde el domingo por la mañana has-
ta el martes por la noche ; pero después
encontraréis cincuenta que queráis.
—¡ Ah! Eso ya es algo — dijo Alber-
to—, hoy es jueves ; ¿quién sabe lo que
puede suceder de aquí al domingo?
'ALEJANDRO DUMAS
—Que llegarán diez o doce mil viaje-
ros — respondió PFranz—, los cuales ha-
rán mayor aún la dificultad.
—Amigo mío — dijo Morcef—, goce-
mos del presente, y no obscurezcamos el
porvenir.
—¿A lo menos — preguntó Franz—,
tendremos una ventana?
—¿ Dónde ?
—En la calle del Corso.
—; Oh, una ventana !—exclamó mae-
se Pastrini—. Imposible de toda impo-
sibilidad ; una, solamente, quedaba en
el quinto piso del palacio Doria, y ha si-
do alquilada a un príncipe ruso por vein-
te cequíes al día.
Los dos jóvenes se miraron con aire
estupefacto.
—Y bien, querido — dijo Franz a Al.
berto—, lo mejor que podemos hacer es
irnos a pasar el Carnaval a Venecia ; al
menos allí, si no encontramos carrua-
je, encontraremos góndolas.
—¡ Oh !, no — exclamó Alberto—, es-
toy decidido a ver el Carnaval en Ro-
ma, y lo veré aunque sea en zancos.
—¡ Calle! — exclamó Franz—, es
una gran idea sobre todo para apagar
los «moccolotti» ; nos disfrazaremos de
polichinelas vampiros, o de habitantes
de las Landas, y tendremos un éxito
magnifico.
—¿ Desean aún sus excelencias tener
un carruaje para el domingo?
—Pues qué, ¿creéis que vamos a re-
correr las calles de Roma a ple como
si fuéramos pasantes de escribano ?
—¡ Bien ! Voy a apresurarme a ejecu-
tar las órdenes de sus excelencias—dijo
maese Pastrini—; pero les prevengo
que el carruaje les costará sels plastras
al día.
—Y yo, querido maese Pastrini — di-
jo Franz—, yo, que no soy vuestro veci.
no el millonario, os prevengo que, como
es la cuarta vez que vengo a Roma, co-
nozco el precio de los carruajes, tanto
los domingos y días de fiesta, como log
que no lo son ; os daremos doce piastras
por hoy, mañana y pasado, y aun saca-
réis muy buena ganancia.
—Sin embargo, excelencia... — dijo
maese Pastrini procurando rebelarse.
—Andad, andad, mi querido huésped
—dijo Franz—, o voy yo mismo a ajus-
tar el carruaje con vuestro affittatore,