EL CONDE DE
que es también el mio; es un antiguo
ainigo que me ha robado bastante dine-
ro en su vida, y que con la esperanza de
robarme más, pasará por un precio me-
nor que el que os ofrezco ; de este mo-
do perderéis la diferencia, y vos tendréis
la culpa.
—¡ Ah! No os toméis esa molestla—
dijo maese Pastrini con la sonrisa del
especulador italiano que se confiesa ven-
cido— ; cumpliré vuestro encargo lo me-
jor que me sea posible, y espero que
quedaréis contento.
—A las mil maravillas ; eso se llama
hablar con juicio.
—¿Cuándo queréis el carruaje?
—Dentro de una hora,
—Pues dentro de una hora estará a
la puerta.
En efecto, una hora después el ca-
rruaje esperaba a los dos jóvenes; era
un modesto simón que, atendida la so-
lemnidad de las circunstancias, habían
elevado al rango de carretela. Pero, a
pesar de su mediana apariencia, los dos
jóvenes se hubieran dado por muy feli-
ces con tener un vehículo semejante pa-
ra los tres últimos días.
—HExcelencia — gritó el cicerone al
ver a Franz asomarse a la ventana—,
¿se acerca la carroza al palacio ?
Por acostumbrado que estuviese
Franz al énfasis italiano, su primer mo-
vimiento fué mirar a su alrededor ; pe-
ro, en efecto, a él era a quien se diri-
gían aquellas palabras. Franz era la ex-
celencia, la carroza era el simón, y el
palacio era la fonda de Londres.
Todo el genio laudatorio de la nación
estaba encerrado en aquella frase.
Franz y Alberto bajaron, la carroza
se acercó al palacio, sus excelencias su-
bieron, y el cicerone saltó a la trasera.
—¿Dónde quieren sus excelencias
gue se les conduzca?
_ —Primero a San Pedro, y en segul-
da al Coliseo — dijo Alberto.
Pero éste no sabía una cosa : que se
necesita un día para ver San Pedro, y
un mes para estudiarlo. Así, pues, el
día se pasó en ver San Pedro.
De repente, los dos amigos notaron
gue iba anocheciendo.
Franz sacó su reloj : eran las cuatro y
media.
'Al punto tomaron el camino de la fon-
MONTECRISTO 187,
da; a la puerta, Franz dió la orden al
cochero de estar allí a las ocho. Quería
hacer ver a Alberto el Coliseo a la luz
de la luna, así como le habia hecho ver
San Pedro a la luz del día.
Cuando se hace ver a un amigo una
ciudad que uno ya conoce, se usa de la
misma coquetería que para enseñarle la
mujer a quien se ama; de consiguien-
te, Franz trazó al cochero su itinerario y;
debía salir por la puerta del Pópolo, cos-
tear la muralla exterior y entrar por la
puerta de San Juan. De este modo el
Coliseo se le ofrecía sin preparación al-
guna, y sin que el Capitolio, el Foro, el
arco de Septimio Severo, el templo de
Antonio y Faustino, y la Vía-Sacra, hu=
biesen servido de escalones puestos en
gu camino para acortarlo.
Se sentaron a la mesa ; maese Pastri-
ni había prometido a sus huéspedes un
festín excelente ; sin embargo, les dió
una comida mediana, y, a lo menos, no
tuvieron que quejarse.
Al fin de la comida entró el posadero ;
Franz creyó que era para recibir las gra-
cias y se disponía a dárselas, cuando le
interrumpió a las primeras palabras.
—Excelencia — dijo—, mucho me li-
sonjea vuestra aprobación, pero no subía
para eso a vuestro cuarto.
—¿Era acaso para decirnos que ha-
béis encontrado carruaje? — preguntó
Alberto, encendiendo un cigarro.
—Mucho menos ; lo mejor que podéis
hacer es no pensar más en ello y tomar
un partido. En Roma las cosas se pue-
den o no se pueden. Cuando se os ha
dicho que no se podía, punto concluido.
— 0h! En París es mucho más có-
modo ; cuando una cosa no se puede, se
paga doble, y al instante se tiene lo
pedido.
—Sií, sí, ya he oído decir eso a todos
los franceses — dijo Maese Pastrini al-
gún tanto picado—, y así no comprendo
cómo viajan. és
—Es que los que viajan — dijo Alber-
to, arrojando flemáticamente una boca
nada de humo hacia el techo y balan-
ceándose sobre los dos pies de su silla—,
son sólo los locos y los necios como yo;
las personas sensatas no abandonan su
habitación en la calle de Helder, el bu-
levar de Gante y el café de París,
xcusado es decir que Alberto vivía
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