206 'ALEJANDRO DUMAS
Mientras tanto, haced saber esta noticia
a Pipino, no se vaya a morir de miedo
o a volverse loco; no hayamos hecho
un gasto inútil.
—Escuchad, excelencia — dijo el pai-
sano—; 0s profeso un grande afecto ;
bien lo sabéis, ¿no es así?
—Yo lo creo, al menos.
—Pues bien, si salváis a Pipino, no
será afecto lo que os profese, será obe-
diencia.
—Mira lo que dices, querido; algún
día te lo recordaré, porque acaso tenga
necesidad de ti. ;
— Pues bien! Entonces, excelencia,
me encontraréis, como yo os he encon-
trado ahora ; y aun cuando os fueseis al
fin del mundo, no tendréis más que es-
cribirme : «Haz esto», y lo haré a fe
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—; Silencio ! — dijo el desconocido—,
oigo ruido.
—Es inútil que nos encuentren jun-
tos. Estos demonios de guías podrían re-
conoceros, y por honrosa que sea vues-
tra amistad, amigo mío, si supiesen que
estábamos tan unidos, perdería un poco
de mi crédito.
—Conque si conseguís la prórroga...
—El balcón de en medio colgado de
damasco blanco con una cruz roja.
—¿Y si no la conseguís ?
—Tres colgaduras amarillas.
—¿ Y entonces ?...
—Entonces, querido amigo, mane-
jad ol puñal como gustéis, os lo permito,
y yo estaré allí para veros maniobrar.
— Adiós, cuento con vos, contad con-
migo.
Al pronunciar estas palabras, el trasti-
berino desapareció por la escalera,
mientras que el desconocido, cubriéndo-
se más que nunca con su capa, pasó jun-
to a Franz y descendió al círculo por las
gradas exteriores. Un segundo después
oyó aquél resonar su nombre por las bó-
vedas ; era Alberto que le llamaba. Es-
ró para responder a que los dos hom-
Mos se hubiesen alejado, cuidando de
que no supieran que habían tenido un
testigo que, si no vió su rostro, tampoco
perdió palabra de su conversación. Diez
minutos no habían pasado aún, cuando
Franz estaba ya camino de la fonda de
Londres, escuchando con una distrac-
ción impertinente el erudito discurso
que hacía Alberto, según Plinio y Cal-
burnio, acerca de las redes guarnecidas
de puntas de hierro que impedían a los
animales salvajes lanzarse sobre los es-
pectadores.
Le dejaba hablar sin contradecirle,
pues quería hallarse solo para pensar sin
distracción alguna en lo que acababa de
pasar en su presencia.
De aquellos dos hombres, el uno se-
guramente era extranjero, y no le había
visto ni oído hasta entonces ; pero no
sucedió lo mismo con el otro, y aunque
Franz no llegó a distinguir su rostro,
constantemente envuelto en la sombra
u oculto en su capa, el acento de aque-
lla voz le había llamado demasiado la
atención desde la primera vez que la
oyera, para que volviera a resonar en gu
presencia sin que la reconociera.
Había, sobre todo en sus entonacio-
nes irónicas, algo de estridente y me-
tálico que le había hecho estremecer en
las ruinas del Coliseo, lo mismo que en
la gruta de Montecristo ; así, pues, esta-
ba perfectamente convencido de que
aquel hombre no era otro que Simbad
el Marino. l
En cualquiera otra circunstancia, la
curiosidad que le inspiró aquel hom-
bre, hubiese sido tan grande, que se hu-
biera dado a conocer a él ; pero en aque-
lla ocasión, la conversación que acaba-
ba de oír era harto íntima para que no
ge detuviese por el justo temor de que su
aparición no le fuera nada agradable.
Le había dejado, pues, alejarse, como
se ha visto ; pero prometiendo, si lo en-
contraba otra vez, no dejarse escapar la
segunda ocasión, como lo había hecho
con la primera.
Estaba Franz muy preocupado para
poder dormir bien. '
Empleó aquella noche en recordar
en su imaginación todas las circunstan-
cias concernientes al hombre de la gru-
ta y al desconocido del Coliseo, y que pa-
reclan hacer de aquellos dos personajes
el mismo individuo; además, mientras
más pensaba Franz, más se afirmaba en
esta opinión.
Se durmió cerca del amanecer, lo que
hizo que no despertara sino muy tarde.
Alberto, a fuer de buen parisiense, ha-
bla tomado ya sus precauciones para la
noche.