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dijo Danglars tocando con la rodilla a
Caderousse—. ¿Si nos habremos enga-
ñado, y contra todo lo que habíamos
previsto Dantés habrá salido triunfante ?
—¡ Diablo! Es necesario averiguarlo
—dijo Caderousse.
Y volviéndose hacia el joven, conti-
nuó :
—Y bien, catalán, ¿te decides?
Fernando se limpió el sudor que se
deslizaba por su frente y entró bajo el
emparrado, cuya sombra pareció resti-
tuir un poco la tranquilidad a su espíri-
tu, y la frescura un poco de vigor a sus
fatigados miembros.
—Buenos días — dijo—; me habéis
llamado, ¿no es cierto?
Al decir esto se dejó caer, más bien
que se sentó, sobre uno de los bancos
que rodeaban la mesa.
—Te he llamado porque corrías como
un loco y porque he temido que te fue-
ses a echar al mar—dijo Caderousse
sonriendo—. ¡Diablo! Cuando tiene
uno amigos, no solamente se les debe
ofrecer un vaso de vino, sino también
impedirles que se beban tres o cuatro pi-
pas de agua.
Fernando lanzó un suspiro que se ase-
mejaba más bien a un sollozo, y dejó
caer su cabeza sobre sus dos brazos, que
tenía apoyados encima de la mesa.
—¡ Vaya! ¿Quieres que te diga una
cosa, Fernando ?—replicó Caderousse,
entablando la conversación con esa gro-
sera brutalidad, peculiar a las gentes del
pueblo, a las cuales la curiosidad les ha-
ce olvidar toda clase de política—. ¡ Va-
ya! Tienes hoy toda la facha de un
amante a quien han dado calabazas.
Y acompañó esta broma con una es-
trepitosa carcajada.
—¡ Bah! — respondió Danglars—;
un buen mozo como éste no ha nacido
para ser desgraciado en amores ; te bur-
las, Caderousse.
—No—repuso éste—, atiende sólo có-
mo suspira. Vamos, vamos, Fernando,
levanta la cabeza y respóndeme. ¿Es
muy feo contestar a los amigos que te
preguntan cómo estás de salud?
—Estoy bueno, perfectamente bueno
-—dijo Fernando apretando los puños,
sin levantar la cabeza.
—¡ Ah! ¿No to ves, Danglars ?—dijo
Caderousse guiñando el ojo a su ami-
ALEJANDRO DUMAS
go—. Lo que hay es lo siguiente : Fer-
nando, que es un valiente y honrado ca-
talán, y uno de los mejores pescadores
de Marsella, está enamorado de una lin-
da muchacha que se llama Mercedes ;
pero, desgraciadamente, según parece,
la tal muchacha ana por su cuenta y
riesgo al segundo del Faraón, y como el
Faraón ha entrado hoy mismo en el
puerto, ¡oh !, ¿comprendes?
—Maldito si lo comprendo — dijo
Danglars.
—Al pobre Fernando le habrá dado
gus dimisorias—continuó Caderousse.
—Bien ; ¿y qué más?—dijo Fernan-
do levantando la cabeza y mirando a
Caderousse de la misma manera que un
hombre que busca una persona en quien
desahogar su cólera—. Mercedes no de-
pende de nadie, ¿no es así? Pues en-
tonces está enteramente libre y puede
amar a quien le dé la gana.
—; Ah! 8i lo tomas así — dijo Cade-
rousse—, esto es ya otra Cosa. Yo te
crela verdadero catalán, y muchas veces
he oído decir que los catalanes no eran
hombres para dejarse suplantar por un
rival, habiéndome asegurado además
que Fernando, sobre todo, era terrible
en su venganza,
Fernando se sonrió con ademán de
lástima.
-—Un enamorado no es nunca terrix
ble — dijo.
—4 Pobre muchacho ! — replicó Dam-
glars, fingiendo compadecerse de todo
corazón del joven—. ¿Qué quieres? Na
esperaba volver a ver a Dantés tan pronw
to ; lo creía acaso muerto, infiel, ¡ quién
sabe ! Esas cosas son tanto más sensi-
bles cuando nos suceden así, de repente.
—A fe mía que tienes razón—Jijo
Caderousse, que bebía a medida que ha-
blaba, y en el cual el espumoso vino de
La Malgue empezaba a surtir su efec-
to—. Fernando no es él solo a quien
contraría la dichosa llegada de Dantés ;
¿no es cierto Danglars? |
—Efectivamente, y casl me atrevo 4
decir que eso le ha de ocasionar alguna
desgracia.
—Pero, no importa — repuso Cade-
rousse llenando un vaso de vino a Fer-
nando, y ejecutando lo mismo con el g$u=
yo por la duodécima vez a lo menos, al
paso que Danglars apenas había tocado