EL CONDE DE
que nos espere en la plaza del Pópolo,
por 49 entrada del Babuino; por otra
parte, también yo me alegro de pasar
por la calle del Corso, para ver si han
cumplido algunas órdenes que he dado.
—Excelencia—dijo un criado abrien-
do la puerta—, un hombre vestido de
penitente, pregunta si puede hablaros.
—¡ Ah! Sí — dijo el conde—, ya sé
lo que es; señores, si queréis pasar al
salón, allí encontraréis excelentes ciga-
rros de la Habana ; al instante me reuno
con vosotros.
Los dos jóvenes se levantaron y salie-
ron por una puerta, mientras que el
conde, después de haberles renoyado sus
excusas, salió por la otra.
Alberto, que desde que estaba en Ita-
lia se veía privado de los cigarros del ca-
fé de París, gran sacrificio en él, se
acercó a la mesa y lanzó un grito de
alegría al encontrar verdaderos puros.
—Y bien—le preguntó Franz—, ¿qué
pensáis del conde de Montecristo ?
—¿Qué pienso? — dijo Alberto visi-
blemente admirado de que su compañe-
ro le hiciese tal pregunta—, pienso que
es un hombre encantador, que hace los
honores de su casa a las mil maravillas,
que ha estudiado mucho, reflexionado
mucho, que es como Bruto, de la escue-
la católica, y sobre todo esto — añadió
arrojando suavemente una bocanada de
humo que subió en forma de espiral ha-
cia el techo—, que posee excelentes cl-
garros.
Tal era la opinión de Alberto respec-
to al conde ; ahora, pues, como Franz
sabía que Alberto tenía la pretensión de
no formar una opinión de los hombres
y de las cosas, sino después de muchas
reflexiones, no intentó cambiar en na-
da la suya.
—Pero — dijo—, ¿habéis notado una
cosa singular?
—¿ Cuál ? :
—La atención con que os miraba
—¿ A mí?
—SÍ, A VOB.
'Alberto reflexionó. :
— Ah !-—dijo lanzando un suspiro—,
nada tiene eso de extraño. Estoy au-
sente de París hace un año y debo ha-
ber tomado costumbres provinciales. El
conde me habrá tomado, pues, por un
provinciano ; desengañadlo, amigo mío,
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y decidle, os lo ruego, en la primera oca-
sión que encontréis, que no hay nada de
eso.
Franz se sonrió ; un instante después
entró el conde.
—Aquí estoy, señores, a vuestra dis-
posición ; las órdenes están dadas ; el
carruaje irá por una parte a la plaza del
Pópolo, y nosotros, por la nuestra, va-
mos, sl queréis a la calle del Corso. To=
mad algunos cigarros de éstos, sem
ñor de Morcef — añadió, apoyando de
una manera extraña sobre este nombre,
que pronunciaba por la primera vez.
—A fe mía, con mucho gusto — dijo
Alberto—, porque los cigarros italianos
son peores aún que los de la tercena.
Cuando volváis a París, os devolveré to-
do esto.
—No lo rehuso, pues cuento ir al-
gún día ; y puesto que lo permitís, iré a
veros en vuestra casa. Vamos, señores,
vamos, no tenemos tiempo que perder :|
son las doce y media, partamos.
Los tres bajaron la escalera. Enton-
ces el cochero recibió las órdenes de su
amo y siguió la vía de Babuino, mien-
tras que los que iban a pie subían por
la plaza de España y por la vía Fratti-
na, que los conducía entre el palacio
Fiano y el palacio Róspoli.
_Todas las miradas de Franz se diri-
gleron a los balcones de este último pa-
lacio ; no había olvidado la señal conve-
nida en el Coliseo entre el hombre de
la capa y el trastiberino.
—¿Cuáles son vuestros balcones ?2—
preguntó al conde con el tono más na-
tural que pudo dar a su pregunta.
—Los últimos — respondió éste sen-
cillamente, pues no podía adivinar con
qué objeto se le hacía aquella pregunta,
Los ojos de Franz se dirigieron rápi-
damente hacia los tres balcones. Los dos
laterales estaban colgados de damasco
amarillo, y el de en medio de damas-
co blanco con una cruz roja. El hombre
de la capa había cumplido su palabra al
trastiberino, y ya no le quedaba duda al.
guna. El hombre de la capa era el conde,
Los tres balcones estaban aún vacíos,.
Además, por todas partes se hacían
preparativos ; se colocaban sillas, se le-
vantaban tablados, se colgaban los bal.
cones y las ventanas.
Lag máscaras no podían presentarse,