EL CONDE DE
cuchillo de su cinturón, le abrió la gar-
ganta de un solo golpe, y subiendo al
punto sobre su vientre, se puso a pa-
bearlo con sus pies.
A cada presión un caño de sangre se
escapaba del cuello del condenado.
Entonces Franz no pudo tenerse en
pie, se retiró vacilando y fué a caer casi
desmayado sobre un sillón.
Alberto, con los ojos cerrados, per-
maneció de pie, pero asido a las corti-
nas del balcón, sin cuyo apoyo hubie-
ra caido seguramente.
El conde estaba en pio y triunfante
como el ángel malo.
XXXVI.—El carnaval en Roma.
Cuando Franz volvió en sí, encontró
2 Alberto bebiendo un vaso de agua, juz-
gando por su palidez lo conveniente de
aquella acción, y al conde, vistiéndose
ya de payaso. Arrojó maquinalmente
una mirada a la plaza ; todo había des-
aparecido, patíbulo, verdugos, víctimas ;
no quedaba más que el pueblo azorado,
alegre, bullicioso ; la Campana de Mon-
tecitorio, que no se tocaba más que
para la muerte del Papa y la apertura
de la mascarada, repicaba velozmente.
—Y bien — preguntó al conde—,
¿qué ha pasado ?
—Nada, absolutamente nada—dijo—,
como veis ; pero el Carnaval ha comen-
zado; vistámonos pronto.
—En efecto — respondió Franz al
conde—, sólo resta de tan horrible es-
cena las huellas de un sueño.
—Pues no es otra cosa que un sueño
lo que habéis tenido.
—BÍ, yo ; ¿pero y el condenado?
—También es un sueño; pero él ha
quedado dormido, al paso que vos ha-
béis despertado, y ¿quién puede decir
cuál de los dos será el privilegiado?
—Pero, ¿qué ha sido de Pipino?
—Pipino es un muchacho juicioso que
mo tiene ningún amor propio, y que,
contra la costumbre de los hombres, que
se enfurecen cuando no se ocupan de
ellos, se ha alegrado de que la atención
general se fijase en su compañero ; por
consiguiente, se ha aprovechado de esta
distracción para deslizarse por entre la
turba y desaparecer sin dar siquiera las
gracias a los dignos sacerdotes que le
MONTECRISTC
habían acompañado. Decididamente, el
hombre es un animal muy ingrato y
egoísta... Pero vestios ; mirad cómo 08
da el ejemplo M.... de Morcef.
Ein efecto, Alberto se ponía maqui-
nalmente su pantalón de tafetán encima
de su pantalón negro y de sus botas
charoladas.
—Y bien, Alberto — preguntó
Franz—, ¿estáis dispuesto a cometer al-
gunas locuras? Veamos, responded fran-
camente.
—No — dijo—; pero en verdad que
ahora me alegro de haber visto este es-
pectáculo, y comprendo lo que decía el
señor conde, que cuando uno ha podido
acostumbrarse a él, es el único que aun
puede causar algunas emociones.
—Sin contar con que en ese momen-
to se pueden hacer estudios de los ca-
racteres — dijo el conde— ; en el primer
escalón del patíbulo, la muerte arranca
la máscara que se ha llevado toda la vi-
da y aparece el verdadero rostro. Preci-
so es convenir que el de Andrés no esta-
ba muy bonito... ¡ Pícaro, infame!...
¡ Vistámonos, señores, vistámonos !
tengo necesidad de ver máscaras de car-
tón para consolarme de las máscaras de
carne.
Ridículo hubiera sido para Franz el
aparentar aún emoción y no seguir el
ejemplo que le daban sus dos compañe-
ros. Púsose, pues, su traje y su careta,
que no era seguramente más pálida que
su rostro.
Concluído que hubieron de disfrazar-
se, bajaron la escalera. El carruaje es-
peraba a la puerta, lleno de dulces y de
ramilletes.
Difícil es formarse una idea de un
cambio más completo que el que acaba-
ba de operarse.
En lugar de aquel espectáculo de
muerte, sombrío y silencioso, la plaza
del Pópolo presentaba el aspecto de una
orgía loca y bulliciosa.
Una turba de máscaras salía por to-
das partes, escapándose de las puertas y
descendiendo por los balcones ; los ca-
rruajes desembocaban por todas las ca-
lles cargados de pierrots, de figuras gro-
tescas, de dominós, de marqueses, de
trastiberinos, de arlequines, de caballe-
ros, de aldeanos ; todos gritando, gesti-
culando, lanzando huevos llenos de ha.