LL CONDE DE
el suyo—, no importa, mientras tanto,
se casa con Mercedes, con la bella Mer-
cedes ; siempre acabarán por eso.
Durante todo este tiempo, Danglars
observaba con una mirada escudriñado-
ra al joven, sobre el corazón del cual las
palabras de Caderousse calan como sil
luese plomo derretido.
—¿ Y cuándo es la boda ?—preguntó.
—¡ Oh! ¡Aun no se ha verificado l—
dijo Fernando.
—No ; pero se efectuará—dijo Cade-
rousse—, tan cierto, como Dantés será
capitán del l"araón, ¿no es esto, Dan-
glars ?
Danglars se estremeció al oír esta sa-
lida tan inesperada, y se volvió hacia
Caderousse, cuya fisonomía a su vez es-
budió para ver si el golpe era premedi-
tado ; pero sólo leyó la envidia en aquel
semblante casi trastornado por la em-
briaguez.
—¡ Vaya !—dijo llenando dos vasos—.
Bebamos, pues, a la salud del capitán
Edmundo Dantés, esposo de la hermosa
catalana,
Caderousse llevó el vaso a sus labios
con mano trémula, y lo apuró de un gol-
pe. Fernando cogió el suyo y lo arrojó
con rabia contra el suelo.
—¡ Hola ! ¡ Hola! — exclamó Cade-
rousse—. ¿Qué es lo que distingo allá
abajo, en dirección al barrio de los Ca-
talanes? Mira, Fernando, tú tienes me-
jores ojos que yo; creo que empiezo a
ver dobles los objetos, y bien lo sabes,
el vino algunas veces lo hace a uno trai-
ción ; cualquiera diría que son dos aman-
tes que van caminando el uno al lado del
Otro, agarrados de la mano... ¡ Dios me
perdone! ¡No saben que los estamos
viendo, y mira cómo se abrazan !
_Danglars no perdía uno solo de los mo-
vimientos de Fernando, cuyo rostro se
descomponía horriblemente por mo-
Mentos.
o Los conocéis, señor Fernando ?—
dijo.
—$1 — respondió éste con voz sor-
da—, son Edmundo y Mercedes.
— Calle! — dijo Caderousse—, 1 Y
Yo que no los conocia! ¡ Eh, Dantés !
¡Eh, muchacha ! Venid por aquí y de-
Cidnos cuándo es la boda, porque Fer-
hando es tan testarudo que no nos lo
Quiere decir.
CONDE 2,— TOMO 1
MONTECRISTO 17
—¿ Quieres callarto ? — dijo Danglars
fingiendo detener a Caderousse, quien,
con la tenacidad de todos los que han
bebido de más, se dirigía a interrumpir-
les su camino—. Trata de ponerte en pie
y deja amarse tranquilamente a los ena-
morados. Oye, mira a Fernando y toma
ejemplo ; esto sí que se llama ser jul-
cl080.
Quizá éste, incitado por Danglars de
la misma manera que un toro por log
banderilleros, iba al fin a lanzarse sobre
su rival, pues, al parecer, se disponía a
ello cuando Mercedes, risueña y alegre,
levantó su linda cabeza e hizo brillar sus
refulgentes ojos. Entonces Fernando re-
cordó la amenaza que le había hecho de
morir si Edmundo moria, y volvió a
caer enteramente desanimado sobre su
asiento.
Danglars miró sucesivamente a los
dos hombres, el uno embrutecido por la
embriaguez y el otro dominado por el
amor.
—Nada sacaré de estos imbéciles—
murmuró—, y casi tengo miedo de es-
tar aquí, entre un borracho y un cobar-
de. He aquí un canalla que se embria-
ga de vino, cuando únicamente debía
embriagarse de odio; he aquí un gran
necio a quien acaban de birlarle la no-
via en su misma presencia, y que se con-
tenta tan sólo con lloriquear y quejarse
como un chiquillo, y, sin embargo, su
mirada es torva, como la de los españo-
les, sicilianos y calabreses, que saben
vengarse muy bien, poseen unos puños
capaces de destrozar una cabeza de
buey, con tanta seguridad como lo ha-
ría una cuchilla manejada por el más
diestro carnicero. Decididamente, la
suerte favorece a Edmundo; se casará
con la joven, será capitán y se burlará
de nosotros, a menos que...—una lívida
sonrisa se dibujó en los labios de Dan-
glars—, 4 menos que medie yo en el
asunto — añadió.
—; Hola ! — continuaba gritando Ca-
derousse medio levantado sobre su asien-
to y apoyándose en la mesa—. ¡ Hola,
Edmundo! ¿No ves a los amigos, o es
que te has vuelto tan orgulloso que no
quieres hablarles?
—No, mi querido Caderousse — res-
pondió Dantés—, no soy orgulloso ; soy