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prometió que quedarían satisfechos de
su inteligente actividad.
En efecto, al día siguiente, a las nue-
ve, entró en el cuarto de Franz, acom-
pañado de un sastre cargado con ocho o
diez clases de vestidos de aldeamos ro-
manos.
Los dos amigos escogieron dos pareci-
dos que casi ajustaban a su cuerpo;
encargaron a su huésped que les pusle-
se unas veinte cintas en cada uno de
sus sombreros y que les procurase dos
de esas fajas de seda, de listas transver-
sales y colores vivos, con las cuales los
hombres del pueblo, en los días de fies-
ta, tienen la costumbre de ceñir la cin-
bura. '
Alberto estaba impaciente por ver có-
mo le estaría su improvisado vestido ;
el cual se componía de una chaqueta y
unos calzones de terciopelo azul, me-
dias con cuchillas bordadas, zapatos con
hebillas y un chaleco de seda.
El joven, pues, no podía menos de ga-
nar con ese traje tan pintoresco ; y cuan-
do su cinturón hubo oprimido su ele-
gante talle, cuando su sombrero, ligera-
mente inclinado a un lado, dejó caer so-
bre su hombro una infinidad de cintas,
Franz se vió obligado a confesar que el
traje influye mucho para la superioridad
física en ciertas poblaciones.
Los turcos, tan pintorescos antes con
sus trajes largos de vivos colores, ¿mo
están ahora horribles con sus levitas
azules abotonadas y los gorros griegos,
qne parecen botellas de vino con tapón
encarnado ?
Franz felicitó a Alberto, que en pie,
delante del espejo, se sonrela con aire
de satisfacción, que nada tenía de equí-
vOCO.
En este estado entró el conde de Mon-
tecristo.
-Señores — les dijo—, como por
agradable que sea la compañía en las di-
versiones, la libertad lo es más aún, ven-
go a anunciaros que por hoy y los días
siguientes dejo a vuestra disposición el
carruaje de que os habéis servido ayer.
Nuestro huésped ha debido deciros que
tenía tres o cuatro en sus cuadras : no
me priváis, pues, de ir en carruaje;
usad de él libremente para ir a diverti-
ros o 4 vuestros asuntos. Nuestra cita,
ALEJANDRO DUMAS
si algo tenemos que decirnos, será en el
palacio Róspoll.
Los dos jóvenes quisieron hacer al-
gunas observaciones, pero verdadera-
mente. no tenían ninguna razón para
rehusar una olerta que, por otra parte,
les era agradable. Concluyeron por
aceptar.
El conde de Montecristo permaneció
un cuarto de bora con ellos, hablando
de todo con una facilidad extremada.
Estaba, como ya se habrá podido notar,
muy al corriente de la litorabura de to-
dos los países. Una ojeada que arrojó
sobre las paredes de su cuarto, había
probado a Franz y a Alberto que era
aficionado a los cuadros. Algunas pala-
bras que pronunció al pasar, les pro-
bó que no le eran extrañas las ciencias ;
sobre todo, parecía haberse ocupado
particularmente en Química.
Los dos amigos no tenían la preten-
sión de devolver al conde el almuerzo
que él les había dado ; hubiera sido una
necedad ofrecerle, en cambio de su ex-
celente mesa, la comida muy mediana
de maese Pastrini. Se lo dijeron fran-
camente, y él recibió sus excusas como
hombre que apreciaba su delicadeza.
Alberto estaba encantado de los mo-
dales del conde, que, sin su ciencia, hu-
biera reconocido por un caballero. Lia
libertad de disponer enteramente del
carruaje, le llenaba, sobre todo, de ale-
gría ; tenía ya sus miras acerca de aque
llas graciosas aldeanas, y como se har
bían presentado la víspera en un carrua-
je muy elegante, no le desagradaba apa
recer en este punto con igualdad.
A la una y media los dos jóvenes ba-
jaron ; el cochero y los lacayos habian
imaginado poner sus libreas sobre pieles
de animales; lo cual les formaba un
cuerpo aún más grotesco que el día an-
terior, y esto también les valió el que
Alberto y Franz les alabasen por aque-
lla invención.
Alberto había colocado sentimental.
mente su ramillete de violetas ajadas en
su ojal.
Al primer toque de la campana par-
tieron y se precipitaron a la calle del
Corso por la vía Vittoria. A la segun-
da vuelta, un ramillete de violetas que
salió de un grupo de payasas, y que vi-
no a caer al carruaje del conde, indicó