EL CONDE DE
b Alberto, que como él y su amigo, las
aldeanas de la víspera habían cambiado
de traje; y que sea por casualidad, sea
por un sentimiento semejante al que le
había hecho obrar, mientras que él ha-
bía vestido elegantemente su traje,
ellas, por su parte, habían vestido el
suyo.
Alberto se puso el ramillete fresco en
el lugar del otro ; pero guardó el ajado
en su mano, y cuando cruzó de nuevo
el carruaje, lo llevó amporosamente a
sus labios, acción que pareció divertir
mucho, no solamente a la que se lo ha-
bía arrojado, sino a sus locas compañe-
ras. El día fué no menos animado que
el anterior ; es probable que un profun-
do observador hubiese reconocido cierto
aumento de ruido y alegría.
Un instante percibieron al conde en
su balcón ; pero cuando el carruaje vol.
vió a pasar había ya desaparecido.
Inútil es decir que el cambio de co-
quetería entre Alberto y la payasa de los
ramilletes de violetus, duró todo el día.
Por la noche, al entrar Franz, encon-
tró una carta de la embajada ; le anun-
ciaba que tendría el honor de ser recibi-
do al día siguiente por Su Santidad.
En todos los viajes que antes había
hecho a Roma, había solicitado y obte-
nido el mismo favor; y tanto por reli-
gión como por reconocimiento, no ha-
bía querido salir de la capital del mun-
do cristiano sin rendir su respetuoso ho-
menaje a los pies de uno de los suceso-
res de San Pedro, que ha dado el raro
ejemplo de todas las virtudes. De consl-
guiente, este día no había que pensar
en el Carnaval ; pues a pesar de la bon-
dad con que rodea su grandeza, siem-
pre es con un respeto lleno de profun-
da emoción como se dispone uno a in-
clinarse ante ese noble y santo anciano
a quien llaman Gregorio XVI.
Al salir del Vaticano, Franz volvió
derecho a la fonda, evitando el pasar
por la calle del Corso. Llevaba un teso-
ro de piadosos sentimientos, para los
cuales el contarto de los locos goces de
la mascarada hubiese sido una profana-
ción,
A las cinco y diez minutos Alberto en-
tró. Estaba en el colmo de la alegría ;
la payasa había vuelto a ponerse su tra-
lo de aldeana, y al cruzar con el carrua-
MONTECKISTO
je de Alberto había levantado su niás-
cara : era encantadora.
Franz dió a Alberto la más sincera
enhorabuena, y éste la recibió como
hombre que la merecía.
Había conocido, decía, en ciertas se-
ñas inimitables de elegancia, que su
bella desconocida debía pertenecer a la
más alta aristocracia.
Estaba decidido a escribirla al día
siguiente.
Al recibir esta confidencia, Franz notó
que Alberto parecía tener que pedirle al-
guna cosa, y que, sin embargo, vacila-
ba en dirigirle esta demanda.
Insistió, declarando de antemano que
estaba pronto a hacer por su dicha todos
los sacrificios que estuviesen en su
poder.
Alberto se hizo rogar todo el tiempo
que exigía una política amistosa ; pero,
al fin, confesó a Franz que le haría un
gran servicio si le dejase para el día si-
guiente el carruaje a él solo.
Alberto atribuía a la ausencia de su
amigo la extremada bondad que había
tenido la bella aldeana de levantar su
MÁScara.
Ya se comprenderá que Franz no era
tan egoísta que detuviese a Alberto en
medio de una aventura que prometía a
la vez ser tan agradable para su curio-
sidad y tan lisonjera para su amor
propio.
Sonocta lo bastamte la perfecta indis-
creción de su digno amigo, para estar
seguro de que le tendría al corriente de
los menores detalles de su aventura, y
como después de dos largos años que co-
rría Italia en todos sentidos, jamás ha-
bía tenido ocasión de meterse en una in-
triga semejante, por su cuenta, Franz
no estaba diseustado de saber cómo pa-
sarfan las cosas en semejante caso.
Prometió, pues, a Alberto, que se con-
tentaría al día sieviente con mirar el
espectáculo desde los balcones del pala-
cio Róspoli. ;
En efecto ; al día siguiente vió pasar
y volver a pasar a Alberto.
” Llevaba un enorme ramillete, al que
sin duda había encargado fuese porta-
dor de su epístola amorosa.
Esta probabilidad se cambió en certi-
dumbre, enando Franz vió el mismo ra-
millete, notable por un círculo de came.