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Esta segunda firma le explicó todo a
Franz, que comprendió la repugnancia
del mensajero en subir a su cuarto ; la
calle le parecía más segura.
Alberto había caído entre las manos
del famoso jefe de bandidos, cuya exis-
tencia tanto trabajo le costaba creer.
No había tiempo que perder.
Corrió a la gaveta y la abrió ; en di-
cho cajón encontró la cartera, y en ella
la letra de crédito ; era de seis mil pias-
tras ; pero de estas seis mil piastras Al-
berto había ya gastado tres mil.
En cuanto a Franz, no tenía ningu-
na letra de crédito ; como vivia en Flo-
rencia y liabía venido a Roma para pa-
sar en ella siete u ocho días solamente,
había tomado unos cien luises, y de es-
tos cien luises le quedaban cincuenta,
todo lo más.
Necesitaba, pues, setecientas u ocho-
cientas piastras para que entre los dos
pudiesen reunir la suma pedida.
Es verdad que Franz podía contar en
un caso semejante con la bondad del se-
ñor Torlonia.
Así, pues, se disponía a volver al pa-
lacio Bracciano sin perder un instante,
cuando de repente una idea le pasó por
la imaginación.
Pensó en el conde de Montecristo.
Franz iba a dar la orden de que avisa-
sen a maese Pastrini, cuando éste en
persona se presentó en la puerta.
—Querido señor Pastrini — le dijo vi-
vamente— ; ¿cregis que el conde está
en su cuarto?
—$1, excelencia ; acaba de entrar.
—¿ Habrá tenido tiempo de acostarse?
—Lio dudo.
—Entonces, llamad a su puerta y pe-
didle, por mí, permiso para presentarme
en su habitación.
Maese Pastrini se apresuró a seguir
las instrucciones que le daban ; cinco mi-
nutos después estaba de vuelta.
—El conde espera a vuestra excelen-
cia — dijo.
Franz atravesó el corredor; un cria-
do le introdujo en casa del conde.
Se hallaba en un pequeño gabinete
que Franz no había visto aún, y que es-
taba rodeado de divanes.
El conde le salió al encuentro.
— Oh! ¿A qué debo el honor de esta
visita a semejante hora? — dijo—.
'ALEJANDRO DUMAS
¿Vendríais a cenar conmigo? Seríais
muy amable.
—No, vengo a hablaros de un asunto
grave.
—; De un asunto ! — dijo el conde mi-
rando a Franz con esa mirada profun-
da que le era habitual—. ¿De qué
asunto?
— ¿Estamos solos ?
El conde se dirigió a la puerta y vol.
vió.
—Perfectamente solos.
Franz le presentó la carta de Alberto,
—Leed — le dijo.
-—¡ Ah! ¡ Ab! — exclamó.
—¿ Habéis leído la postdata ?
—$Sí, ya la veo.
«Se alle sei della mattina le quattro
mille piastre non sono nelle mie mani,
alle sette il conte Alberto avrá cessaio di
vivere,—LuIG1 VAMPA.»
—¿Qué decís de esto? — preguntó
Franz.
—¿ Tenéis la suma que os piden?
—$1, menos ochocientas plastras,
El conde se dirigió a su gaveta, la
abrió, y tocando un resorte apareció un
:ajón lleno de oro.
—¿ Espero — dijo a Franz—, que no
me hardis la injuria de dirigiros a otro
que a mi?
—Bien veis — dijo Franz—, que a
vos me he dirigido primero que a nadie.
—Y os doy las gracias ; tomad.
E hizo señas a Franz de que tomase
del cajón cuanto necesitase.
—¿Es necesario enviar esta suma a
Luigi Vampa ? — preguntó el joven, mi.
rando a su vez fijamente al conde.
—¡ Diantre ! Juzgad vos mismo; la
postdata es terminante.
—Me parece que si os tomaseis el tra-
bajo de buscar, hallaríais algún medio
que simplificase mucho el negocio—dijo
Franz.
—+¿ Y cuál ?—preguntó el conde asom-
brado.
—Por ejemplo : si fuésemos juntos a
ver a Lmioj Vampa, estoy seguro que no
os rehusaría la libertad de Alberto.
—¿A mf? ¿Y qué imfinencia queréis
que tenga vo sobre ese bandido?
—¿No acabáis de hacerle uno de esos
servicios que jamás se olvidan ?
—¿ Y cuál?