Full text: Tomo 1 (1)

EL COUNDE DI 
do de la alcoba, y por una puerta invi- 
sible comunicaba con la escalera. 
Bien se ve que estaban bien tomadas 
todas las medidas de precaución. - 
Iincima de este piso principal había 
un vasto taller, que agrandaron echan- 
do abajo los tabiques, pandemónium en 
que el artista disputaba al dandy. 
Allí se refugiaban y confundían todos 
los caprichos sucesivos de Alberto : los 
cuernos de caza, las flautas, los violines, 
una orquesta completa, pues Alberto ha- 
bía tenido por un instante, no el gusto, 
sino el capricho de la música ; los caba- 
llotes, las paletas, los pasteles, porque 
al capricho de la música había seguido 
el de la pintura ; en fin, los floretes, los 
guantes del pugilato, las espadas y los 
bastones de todos géneros, porque sl- 
guiendo las tradiciones de los jóvenes a 
la moda de la época a que hemos llegado, 
Alberto de Morcef cultivaba con una per- 
severancia infinitamente superior a la 
que había tenido con la pintura y la mú- 
sica, las tres artes que completan la edu- 
cación leonina : la esgrima, el pugilato y 
el palo, y recibía sucesivamente en esta 
pieza destinada a todos los ejercicios del 
cuerpo, a Grisier, Coolas y Carlos Le- 
cour. 
El resto de los muebles de esta pieza 
privilegiada, eran antiguos cofres y me- 
sas del tiempo de Francisco 1, chineros 
llenos de porcelana, de vasos del Japón, 
jarrones de Lucca y de la Robbia, y pla- 
tos de Bernardo Palissy ; antiguos sillo- 
nes, donde tal vez se habían sentado Ein- 
rique IV, Luis XIII o Richelien, por- 
que dos de ellos, con un escudo esculpi- 
do, donde brillaban sobre el azul las 
tres flores de lis de Francia, encima 
de las cuales había una corona real, por 
fuerza hablan salido de los guardamue- 
bles del Louvre o de algún palacio real. 
Sobre estos sillones de aspecto sombrio 
y severo, estaban esparcidas, en profu- 
sión, ricas telas de vivos colores, teñi- 
das unas en la Persia, o hechas por las 
mujeres de Calcuta y de Chandernagor. 
Lo que hacían allí estas telas no se sa- 
be; esperaban, sin duda, recreando la 
vista, un destino desconocido a su pro- 
pietario, y, mientras tanto, iluminaban 
lx habitación con sus sedosos y dorados 
reflejos. 
En un lugar preferente se elevaba un 
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piano, construido por Roller y Blanchet, 
de madera de rosa, que contenía una or- 
questa en su estrecha y sonora cavidad, 
y que gemía bajo las obras de Beetho- 
ven, de Weber, de Mozart, Haydn, 
Gretry y Porpora. 
Además, en la pared, en el techo, en 
las puertas, había colgados puñales, es- 
padas, lanzas, corazas, hachas, arma- 
duras completas damasquinas, pájaros 
disecados abriendo para un vuelo inmó- 
vil sus alas color de fuego y su pico, que 
jamás cierran. 
Faltaba decir que esta pieza era la 
predilecta de Alberto de Morcef. 
Sin embargo, el día de la cita, el jo- 
ven, vestido de media toilette, había es- 
tablecido su cuartel en el saloncito del 
piso bajo. Allí había una mesa rodeada 
de todos los tabacos buenos conocidos, 
desde el Petersburgo hasta el negro de 
Sinaí. Al lado de éstos, en cajas de ma- 
dera odoríferas, estaban arreglados por 
orden de tamaños y de calidad los puros : 
los de regalía, los habanos y los mani- 
leños ; en fin, en un armario abierto, 
una colección de pipas alemanas con bo- 
quillas de ámbar, adornadas de coral e 
incrustadas de oro, con largos tubos de 
tafilete arrollados como serpientes, es- 
peraban el capricho o la simpatía de los 
fumadores. 
Alberto había presidido el arreglo, o 
más bien el desorden simétrico que gus- 
tan tanto de contemplar después del ca- 
fé los convidados en un almuerzo mo- 
derno, al través del vapor que se esca- 
pa de su boca y que sube hasta el te- 
cho en largas y caprichosas espirales. 
A las diez menos cuarto entró un 
criado. 
Venía con un pequeño groom de quin- 
ce años que no hablaba más que inglés y 
que respondía al nombre de Juan. 
El criado, que se llamaba Germán, 
y que gozaba de la entera confianza de 
su joven amo, llevaba en la mano un 
lío de periódicos que depositó sobre la 
mesa, y un paquete de cartas que en- 
tregó a Alberto. 
Echó éste una mirada distraída sobre 
estos diferentes objetos, tomó dos car 
tas de papel satinado y perfumado, la: 
abrió y leyó con atención. 
—, Cómo han venido estas cartas ?— 
preguntó. 
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