EL CONDE DE
Morcef—; ¿creéis que a mi no me pue-
den salvar como a cualquiera y que só-
lo los árabes cortan la cabeza? Nuestro
almuerzo es un almuerzo filantrópico,
y tendremos en nuestra mesa dos bien-
hechores de la humanidad.
-¿Cómo haremos ?—dijo Debray- -
No vóne mos más que un premio Mont-
yon.
Pues bien, se le dará al que nada
haya hecho — dijo Beauchamp—. Do
“este modo salen del apuro en la Aca-
demia.
-¿Y de dónde viene? — preguntó
Debray—, dispensad que insista; ya
habéis respondido a esta pregunta, pero
muy vagamente.
—En verdad — dijo Alberto—, nada
só, Cuando le convidé hace tres meses,
estaba en Roma ; pero después, ¿quién
puede saber adónde ha ido a parar?
—¿Y le creéis capaz de ser exacto?
-—— preguntó Debray.
—Lo creo capaz de todo — respondió
Morcef.
-—Cuidado, que ya no faltan más que
dió minutos, con los cinco de gracia.
-—Pues bien, los aprovecharé para
deciros una palabra de mi convidado.
——Perdonad — dijo Beauchamp—,
¿hay materia para un folletín en lo que
vais a contar?
-31, seguramente — dijo Morcef-—,
y de los más curiosos.
—Pues entonces, podéis hablar.
—Estaba yo en Roma en el último
Carnaval.
—Ya lo sabemos — dijo Beauchamp.
—$1; pero lo que no sabéis es que ful
robado por unos bandidos.
—Pero si no hay bandidos — dijo
Debray.
—$1 tal, y capaces de asustar a cual-
quiera.
- —Veamos, mi querido Alberto—dijo
Debray—, confesad que vuestro cocine-
ro se retarda mucho, que las ostras aun
no han llegado de Marennes o de Os
tende, y que siguiendo el ejemplo de
Me ns de Maintenón, queréis reem-
plazar el plato con un cuento. Dejadlo,
querido: franqueza tenemos para per-
donaros y paciencia para escuc 'har vues-
tra historia, por fabulosa que parezca
2 primera vista.
-—Y yo os digo que, por fabulosa que
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sea, os la cuento por verdadera desde el
principio hasta el fin. Habiéndome ro-
bado los ladrones, me condujeron a un
lugar muy triste, que se llama las Oa-
tacumbas de San Sebastián.
—Ya conozco ese sitio—dijo Chateau
Renaud—; me faltó poco para coger allí
la fiebre.
—Y yo—dijo Morcef—, la tuve real-
mente. Me habían anunciado que es-
taba prisionero y me pedían por mi res-
ate una miseria, cuatro mil escudos
romanos, veintiséis mil libras tornesas.
Desgraciadamente, no tenía más qué
mil quinientas : estaba al fin de mi via.
je, y mi crédito se había concluido.
Escribí a Franz. ¡ Y por Dios! aguar-
dad ; al mismo Franz podéis preguntar-
le si miento ; escribí a Franz que si no
llegaba a las seis de la mañana con los
cuatro mil escudos, a las seis y diez mi
nutos me habría ido a reunir con log
bienaventurados santos y los gloriosos
mártires, en compañía de los cuales ten-
dría el honor de encontrarme ; y Luigi
Vampa, éste era el nombre del jefe de
los ladrones, hubiera cumplido escru-
pulosamente su palabra.
—¿Pero Ulegó Franz con los cuatro
mil eseudos?—dijo Chateau Renaud—.
¡Qué diantre! ni Franz de Epiney ni
Alberto de Morcef se pueden ver em-
barazados por cuatro mil escudos.
-—No ; llegó simplemente acompaña-
do del convidado que os anuncio y que
espero presentaros.
—¡Ah! Ya; ¿pero era ese hombre
un Hércules matando a Caco, o un Per-
seo salvando a Andrómeda?
—No ; es un hombre de mi estatura,
poro más O menos. ,
—¿ Armado hasta los dientes?
No llevaba ninguna arma.
-—¿ Pero trató de vuestro rescate?
—Dijo dos palabras al oído del jefe y
ful Apuesto en libertad.
Lie darla excusas por haberos pre-
so — dijo Beauchamp.
me Fora Morcef.
¿Pero era Ariosto ese hombre ?
ER era el conde de Montecristo.
-—No se llama el conde de Montecris-
to—dijo Debray.
E creo — añadió Chateau Renaud
con la sangre fría de un hombre que
tiene en la punta de los dedos la no-