256
A este nombre, el conde, que había
hasta entonces saludado cortésmente,
pero con una frialdad y una impasibi-
lidad inglesa, dió, a pesar suyo, un pa-
so hacia adelante, y una ligera tinta de
bermellón pasó como un relámpago por
sus púlidas mejillas.
—¿El señor lleva el uniforme de los
nuevos vencedores franceses? Hs un bo-
mito uniforme.
No se hubiera podido decir cuál era el
sentimiento que daba a la voz del con-
de una vibración tan profunda, que ha-
cía brillar, a pesar suyo, su mirada tan
expresiva cuando no había un motivo
de violencia.
—¡ No habéis visto jamás e nuestros
africanos, caballero?—dijo Alberto.
—Nunca — replicó el conde, repuesto
enteramente.
—Pues bien, caballero ; bajo este uni-
forme late un corazón de los más va-
lientes y nobles del ejército,
—¡ Oh !, señor vizconde — interrum-
pió Morrel.
—Dejadme hablar, capitán. Y acaba-
mos — continuó Alberto — de saber del
señor una acción tan heroica, que aun-
que lo haya visto hoy por la primera
vez, reclamo de él el favor de presen-
tároslo como amigo mío.
—;¡ Ah ! el señor tiene un corazón no-
ble — dijo el conde—, ] tanto mejor !
Esta especie de exclamación, que res-
poudía al pensamiento del conde, más
bien que a lo que acababa de decir Alber-
to, sorprendió a todo el mundo, y par-
ticularmente a Morrel, que miró a Mon-
tecristo con admiración. Pero al mismo
tiempo el acento era tam dulce, o, por
mejor decir, tan suave, que por extra-
fía que fuese esta exclamación, no ha-
bía medio de incomodarse.
—¿Por qué había de dudar? — dijo
Beauchamp a Chateau Renaud.
—En verdad — respondió éste, quien
con su trato de mundo y su mirada aris-
tocrática había penetrado en Monte-
cristo todo lo que se podía penetrar en
él—, en verdad que Alberto no nos ha
engañado, y que es un personaje sin-
gular el conde ; ¿qué decís vos, Morrel?
—Por vida mía-—dijo éste—, tiene la
mirada franca y la voz simpática; de
manera que me agrada, a pesar de la
extraña reflexión que acaba de hacerme.
ALEJANDRO DUMAS
—Señores — dijo Alberto—, Germán
me anuncia que estamos servidos. Mi
querido conde, permitidme enseñaros el
camino.
Pasaron silenciosamente al comedor.
Cada uno ocupó su sitio.
—Señores — dijo el conde sentándo-
se—, permitidme que os haga una con-
fesión, que será mi disculpa por todas
las faltas que pueda cometer ; SOY 6X-
tranjero, pero hasta tal punto, que es la
vez primera que vengo a París. Las cos-
tunbres francesas me son particular-
mente desconocidas, y no he practicado
bastante hasta ahora sino las costumn-
bres orientales, las más antipáticas a las
buenas tradiciones parisienses. Os su-
plico, pues, que me excuséis sl: encon-
tráis en mí algo de turco, de napolitano
o de árabe. Dicho esto, señores, almor-
Ccemos.
—Por lo que ha dicho — murmuró
Beauchamp—, es decididamente un
gran señor.
—Un gran señor extranjero — añadió
Debray.
—Un gran señor de todos los paises,
señor Debray — dijo Chateau Renaud.
El conde, según hemos dicho, era un
convidado bastante sobrio.
Alberto se lo hizo observar atesti-
guando el temor, que desde el principio
tuvo, de que la vida parisiense no agra-
dase al viajero en su parte más mate-
rial, pero al mismo tiempo más nece-
saria.
—Mi querido conde — dijo—, temo
que la cocina de la calle de Helder no
os agrade tanto como la de la plaza de
España. Hubiera debido preguntaros
vuestro gusto, y haceros preparar algu-
nos platos que os agradasen.
—£$8i me conocieseis más — respon-
dió sonriéndose el conde—, no os pre-
ocuparíais por un cuidado casi humi-
llante para un viajero como yo, que ha,
pasado sucesivamente, con los macarros
nes en Nápoles, la polenta en Milán,
la olla podrida en Valencia, el arroz co-
cido en Constantinopla, el karria en la
India, y los nidos de golondrinas en la
China. No hay cocina para un cosmo-
polita como yo. Como de todo y en to-
das partes ; solamente que como poco,
y hoy que os quejáis de mi sobriedad,
estoy en uno de mis días de apetito, por«