Full text: Tomo 1 (1)

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A este nombre, el conde, que había 
hasta entonces saludado cortésmente, 
pero con una frialdad y una impasibi- 
lidad inglesa, dió, a pesar suyo, un pa- 
so hacia adelante, y una ligera tinta de 
bermellón pasó como un relámpago por 
sus púlidas mejillas. 
—¿El señor lleva el uniforme de los 
nuevos vencedores franceses? Hs un bo- 
mito uniforme. 
No se hubiera podido decir cuál era el 
sentimiento que daba a la voz del con- 
de una vibración tan profunda, que ha- 
cía brillar, a pesar suyo, su mirada tan 
expresiva cuando no había un motivo 
de violencia. 
—¡ No habéis visto jamás e nuestros 
africanos, caballero?—dijo Alberto. 
—Nunca — replicó el conde, repuesto 
enteramente. 
—Pues bien, caballero ; bajo este uni- 
forme late un corazón de los más va- 
lientes y nobles del ejército, 
—¡ Oh !, señor vizconde — interrum- 
pió Morrel. 
—Dejadme hablar, capitán. Y acaba- 
mos — continuó Alberto — de saber del 
señor una acción tan heroica, que aun- 
que lo haya visto hoy por la primera 
vez, reclamo de él el favor de presen- 
tároslo como amigo mío. 
—;¡ Ah ! el señor tiene un corazón no- 
ble — dijo el conde—, ] tanto mejor ! 
Esta especie de exclamación, que res- 
poudía al pensamiento del conde, más 
bien que a lo que acababa de decir Alber- 
to, sorprendió a todo el mundo, y par- 
ticularmente a Morrel, que miró a Mon- 
tecristo con admiración. Pero al mismo 
tiempo el acento era tam dulce, o, por 
mejor decir, tan suave, que por extra- 
fía que fuese esta exclamación, no ha- 
bía medio de incomodarse. 
—¿Por qué había de dudar? — dijo 
Beauchamp a Chateau Renaud. 
—En verdad — respondió éste, quien 
con su trato de mundo y su mirada aris- 
tocrática había penetrado en Monte- 
cristo todo lo que se podía penetrar en 
él—, en verdad que Alberto no nos ha 
engañado, y que es un personaje sin- 
gular el conde ; ¿qué decís vos, Morrel? 
—Por vida mía-—dijo éste—, tiene la 
mirada franca y la voz simpática; de 
manera que me agrada, a pesar de la 
extraña reflexión que acaba de hacerme. 
ALEJANDRO DUMAS 
—Señores — dijo Alberto—, Germán 
me anuncia que estamos servidos. Mi 
querido conde, permitidme enseñaros el 
camino. 
Pasaron silenciosamente al comedor. 
Cada uno ocupó su sitio. 
—Señores — dijo el conde sentándo- 
se—, permitidme que os haga una con- 
fesión, que será mi disculpa por todas 
las faltas que pueda cometer ; SOY 6X- 
tranjero, pero hasta tal punto, que es la 
vez primera que vengo a París. Las cos- 
tunbres francesas me son particular- 
mente desconocidas, y no he practicado 
bastante hasta ahora sino las costumn- 
bres orientales, las más antipáticas a las 
buenas tradiciones parisienses. Os su- 
plico, pues, que me excuséis sl: encon- 
tráis en mí algo de turco, de napolitano 
o de árabe. Dicho esto, señores, almor- 
Ccemos. 
—Por lo que ha dicho — murmuró 
Beauchamp—, es decididamente un 
gran señor. 
—Un gran señor extranjero — añadió 
Debray. 
—Un gran señor de todos los paises, 
señor Debray — dijo Chateau Renaud. 
El conde, según hemos dicho, era un 
convidado bastante sobrio. 
Alberto se lo hizo observar atesti- 
guando el temor, que desde el principio 
tuvo, de que la vida parisiense no agra- 
dase al viajero en su parte más mate- 
rial, pero al mismo tiempo más nece- 
saria. 
—Mi querido conde — dijo—, temo 
que la cocina de la calle de Helder no 
os agrade tanto como la de la plaza de 
España. Hubiera debido preguntaros 
vuestro gusto, y haceros preparar algu- 
nos platos que os agradasen. 
—£$8i me conocieseis más — respon- 
dió sonriéndose el conde—, no os pre- 
ocuparíais por un cuidado casi humi- 
llante para un viajero como yo, que ha, 
pasado sucesivamente, con los macarros 
nes en Nápoles, la polenta en Milán, 
la olla podrida en Valencia, el arroz co- 
cido en Constantinopla, el karria en la 
India, y los nidos de golondrinas en la 
China. No hay cocina para un cosmo- 
polita como yo. Como de todo y en to- 
das partes ; solamente que como poco, 
y hoy que os quejáis de mi sobriedad, 
estoy en uno de mis días de apetito, por«
	        
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