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bleau, y me entregó este papel: en él
están escritas las señas de mi casa : mi-
rad, leed.
Y Montecristo pasó un papel a Al-
berto.
—Campos Elíseos, número 30—leyó
Morcef.
—¡ Ah! eso es original — no pudo
menos de exclamar Beauchamp.
—¡ Cómo! ¿Aun no sabéis dónde es-
tá vuestra casa? — preguntó Debray.
—No — dijo Montecristo—, ya os he
dicho que no quería faltar a la hora. Me
he vestido en mi carruaje y me he apea-
do a la puerta del vizconde.
Los jóvenes se miraron; no sabían
ei era una comedia representada por el
vonde de Montecristo ; pero todo cuanto
salía de su boca tenía un carácter tan
original, tan sencillo, que no se podía
suponer que debiese mentir. ¿Y por qué
había de haber mentido?
—Preciso será contentarnos — dijo
Beauchamp—, con prestar al señor con-
de todos los servicios que estén en nues-
tra mano ; yo, como periodista, le ofrez-
eo entrada en todos los teatros de París.
—Gracias, caballero — dijo sonrien-
do Montecristo—; mi mayordomo ha
recibido ya la orden de abonarme a to-
dos ellos.
—¿ Y vuestro mayordomo es también
algún mudo? — preguntó Debray.
—No, señor ; es un compatriota vues-
tro, sl es posible que un corso sea com-
patriota de alguien; pero vos le cono-
cdis, señor de Morcef.
—¿ Sería tal vez aquel valeroso Ber-
tuccio, -que es tan hábil para alquiíar
balcones?
—Justamente, y le visteis el día en
que tuve el honor de almorzar en vues-
tra compañía. Es todo un hombre ; tie-
ne un poco de soldado, de contraban-
dista, en fin, de todo cuanto se puede
ser. Y no juraría que no haya tenido
algún altercado con la policía... una mi-
seria, por no sé qué cuchilladas.
—Y habéis escogido a ese honrado
ciudadano para vuestro mayordomo.
¿Cuánto os roba cada año?
—Menos que cualquiera otro, estoy
seguro — contestó el conde— ; pero ha-
ce mi negocio; para él no hay imposi:
bilidad ninguna, y por eso lo conservo.
—Entonces — dijo Chateau Re-
'ALEJANDRO DUMAS
naud—; ya tenéis la casa puesta, po-
seóis un palacio en los Campos Eliseos,
criados, mayordomo; no os falta sino
ana esposa.
Alberto se sonrió, pensaba en la her-
mosa griega que había visto en el palco
del conde en el teatro Valle y en el
teatro Argentino.
—Mucho mejor la tengo — dijo Mon-
tecristo—. Tengo una esclava; vos-
otros alabáis a vuestras señoras del tea-
tro de la Opera, o del Vaudeville, o del
de Varietés; mas yo he comprado la
mía en Constantinopla : me ha costado
bastante cara; pero ya no tengo nece-
sidad de inquietarme por nada.
—¿Pero olvidáis — dijo riendo De-
bray—, que somos, como dijo el rey
Carlos, francos de nombre, francos de
naturaleza, y que en poniendo el pie en
tierra de Francia el esclavo es libre?
—¿ Y quién se lo ha de decir? — pre-
guntó Montecristo,
—LEl primero que llegue.
—No habla más que romaico.
—¡ Ab! Eso es otra cosa.
—¿Pero la veremos al menos ?—pre-
guntó Beauchamp—. Pemendo un mu-
do, tendréis también eunucos.
—¡ No a fe mía! — dijo Montecris-
to—. No llevo el orientalismo hasta tal
punto ; todos los que me rodean pueden
dejarme y no tienen necesidad de mí ni
de nadie; he ahí acaso por lo que no
me abandonan.
Después de mucho tiempo pasado en
los postres y en fumar :
—Querido — dijo Debray levantán-
dose—, son las dos y media ; vuestro
convite ha sido delicioso, mas no hay
compañía, por buena que sea, que no
sea necesario dejar, y algunas veces por
otra peor; es preciso que vuelva a mi
ministerio ; será menester que sepamos
quién es.
— Tened cuidado—dijo Morcef—, los
más atrevidos han renunciado a ello.
—¡ Bah ! tenemos tres millones para
nuestra policía ; es verdad que casi slem-
pre se gastan antes; pero no importa,
siempre quedan unos cincuenta mil
francos.
—Y cuando sepáis quién es, ¿me lo
diréis?
—Os lo prometo. Adiós, Alberto, Se-
ñores, servidor vuestro.