Full text: Tomo 1 (1)

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ALEJAN 
da de fuego, velada bajo unos párpados 
hermosos ; llevaba el traje pintoresto e 
de las pescadoras catalanas, con su cor- 
piño encarnado y negro, y gus agujas 
de oro enlazadas en los cabellos ; mira- 
ba al mar, y su elegante contorno se 
destacaba sobre el doble azul de las olas 
del cielo. 
La habitación estaba sombría, sin lo 
cui 11 Alberto hubiese podido ver la pali- 
dez del condo, y sorprender el temblor 
nervioso que circulaba por sus hombros 
y por su pecho. 
Hubo un instante de silencio, durante 
el cual Montecristo permaneció con 
la mirada obstinadamente fija sobre es- 
ta ¿Diniges, 
Tenéis ahí una hermosa querida, 
vizconde — dijo Montecristo con una 
voz perfectamente segura—, y ese traje 
de baile, sin duda, le sienta a las mil 
marávillas, 
-—¡ Ah! señor — dijo Alberto—, he 
aquí una equivocación que no me per- 
donaría si al lado de este retrato hubie- 
sels visto algún otro. Vos no conocéis 
9 mi madre, caballero ; es a ella a quien 
veis en ese lienzo : se hizo retratar así 
hace seis u ocho años. se traje es de 
capricho, a lo que parece, y tal la se- 
mejanza, que creo aún ver a mi madre 
cómo era en 1830. La condesa mandó 
hacer este retrato durante una ausencia 
del conde. Sin duda quería prepararle 
para gu vuelta una graciosa sorpresa ; 
pero, cosa rara, ese retrato desagradó a 
mi padre ; y el valor de la pintura, que 
es, como 0 veis, una de las mejores de 
Leopoldo Robert, no pudo hacerle pasar 
por la antipatía que le había tomado. 
Lia verdad, aquí para entre nosotros, 
mi qui rido conde, es que Morcef es 
uno de los pares más asiduos al Luxem- 
burgo, un dia muy nombrado pero 
un amante del arte de los más media- 
nos; no €s lo mismo mi madre e 
pinta de un modo bastante not: ble, 
que, estimando demasiado una obra he 
mejante para separarse de ella, me la 
ha dado para que en mi cuarto esté me- 
nos expuesta a desagradar a M. de Mor- 
cef, en donde os haré ver a su vez el 
retrato pintado por Gross. Perdonadme 
si os hablo de una manera familiar; 
pero, como vóy a tener el honor de con- 
duciros a la habitación del condo, o 
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go esto para que no se 08 escape elogiar 
sto retrato delante de él. Por lo demás, 
tiene una funesta influencia, porque es 
muy raro que mi madre venga a mi 
cuarto sin mirarle, y más raro aún que 
le mire sin llórar. La nube que levantó 
la aparición de esta pintura en el pala- 
cio es la sola que ha habido entre el 
cond 19) y la condesa, quie nes, aunque ca- 
sados hace más de veinte años, están 
tan unidos como el primer día. 
Montecristo echó una mirada rápida 
sobre Alberto, como 0 buscar una 1n- 
tención oculta en estas palabras ; pero 
era evidente que el cd lo había di- 
cho con toda la sencillez de su alma. 
—Ahora — dijo Alberto—, habcis 
SA todas mis riquezas, señor conde ; 
permitidme ofrecéroslas por indignas 
que sean; consideraos aquí como en 
vuestra casa, y para más franqueza aún, 
dignaos ac ompañarme hasta el cuarto 
de M. de Morcef, a quien he escrito 
desde Roma el servicio que me habdis 
hecho, y a quien he anunciado la vi- 
sita que me habéis prometido, y, puedo 
decirlo, el conde y la condesa espe raban 
con impaciencia que les fuese permiti- 
do daros las gracias. Estáis un poco 
cansado de estas cosas, lo sé, señor con- 
de, y las escenas de familia no tienen 
para Simbad el Marino mucho atracti- 
vo; ¡habréis visto muchas escenas ! Sin 
embargo, aceptad lo que os propomgo; 
como iniciativa de la vida parisiense 
vida de política, de visitas y de presen- 
taciones. 
Montecristo se inclinó sin responder ; 
aceptaba la proposición sin entusiasmo y 
sin pesar, como una de esas convenien- 
cias de sociedad de que todo hombre do 
educación se hace un deber. 
Alberto llamó a su criado, y le man- 
dó ir a pre venir a los señores de Mor- 
cef la próximia llegada del conde de 
Montecristo. 
Alberto siguió con el conde. 
Al llegar a la antesala del condo, veía- 
se encima de la puerta que caía al salón 
un escudo que, por sus ricos adornos y 
su armonía, indicaba la importancia quo 
el propie tario daba a este blasón, 
Montecristo se detuvo delante 
blasón, que examinó con atención. 
del 
pOr azul y siete merletas de oro 
puestas en 
fila. ¿Sin duda será éste el
	        
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