Full text: Tomo 1 (1)

Alberto estaba acostumbrado a los 
modales del conde; sabía que iba, co- 
mo Nerón, en busca de lo imposible, y 
no se asombraba de nada ; pero a ría, 
juzgar por sí mismo de Ad. modo ha- 
bían sido ejecutadas las órdenes, y le 
acompañó hasta la puerta de su casa. 
Montecristo no se había engañado : 
apenas se presentó en la antesala, un 
lacayo, el mismo que en Roma fué a 
llevar la carta a los dos jóvenes y a 
eanunciarles su visita, se había lanzado 
fuera del peristilo, de suerte que al lle- 
gar al pie de la escalera el ilustre via- 
jero enc ontró efectivamente su carrua- 
je esperándole. 
lira un coupé acabado de salir de los 
tallores de Keller, y un tiro por el que 
Drake había A la víspera diez y 
ocho mil reales, 
—Caballero — dijo el conde a Alber- 
to—, no os propongo que me acompa 
fñiéis a mi casa, pues no podría mostra- 
ros más que una casa improvisada. Con- 
cededme un solo día, y permitidme en- 
tonces convidaros. Estaré más seguro 
de no faltar a las leyes de la hospita- 
lidad. 
—$1i pedis un día, estoy tranquilo; 
no será entonces una casa la que me 
mostréis, será un palacio. Decididamen- 
E tenéis algún genio a vuestra dispo- 
ción. 
Creedlo así — dijo.Montecristo, po- 
biendo el pie en el estribo, forrado de 
terciopelo, de su espléndido carruaje—; 
esto me pondrá bien con las damas. 
Y se lanzó en su carruaje, que partió 
rápidamente ; pero no tanto que no vie- 
ra el movimiento imperceptible que hizo 
temblar la colgadura del salón donde 
habia dejado a Mercedes. 
Cuando Alberto entró en el aposento 
de su madre, vió a la condesa hundida 
en un gran sillón de terciopelo; ane- 
gado en sombr: ) todo el cuarto, apena 18 
pudo distinguir Alberto las facciones de 
su madre; pero parecióle que su voz 
estaba alterada ; también distinguió en- 
tro los perfumes de las rosas y de los 
its del florero el olor agrio de 
las sales de vinagre sobre una de las 
copas cinceladas “de la chimenea; en 
efecto, el pomo de la condesa atrajo la 
inquieta atención del joven. 
—¿Bufrís, madre mía? — exclamó 
ALEJANDRO DUMAS 
¿Os habéis puesto mala 
durante mi ausencia ? 
entrando 
-Yo, no, Alberto; pero ya compren- 
deréis que estas rosas y estas flores ex- 
halan durante estos primeros calores, a 
los cuales no estoy acostumbrada, tan 
violentos perfumes. 
— Entonces, madre mía — dijo Mor- 
qe echando mano a la campanilla -, 
; preciso llevarlas a vuestra antesala, 
Estáis indispuesta ; cuando entrastels 
estabais ya muy Jen de 
¿Que estaba pálida, decís, Alberto? 
—Gon una palidez que os sienta per- 
fectamente, madre mía; pero que no 
por eso nos ha asustado menos a mi 
padre y a mi. 
—e Os ha hablado de ello vuestro pa- 
dre? — preguntó vivamente Mercedes 
—No, señora ; pero a vos, acordaos, 
os hizo esta observación. 
Un criado entró al ruido de la cam- 
- panilla. 
—Llevad esas flores a la antesala o al 
gabinete de tocador dijo el vizcon- 
hacen mal a la señora condesa, 
El criado obedeció. 
Hubo un largo silencio, que duró todo 
el tiempo que se gastó en cumplir esta 
orden. 
—¿Qué nombre es ése de Montecris- 
¡MP 
uc y 
to? — preguntó la condesa así que el 
criado salió con el último vaso de flo- 
res—, ¿Hs algún nombre de familia, do 
tierra, un simple título? 
—Creo, madre mía, que es un títu- 
lo y nada más. El conde ha comprado 
una isla en el Arc hipiélago toscano, y 
ha fundado un pequeño reino, según él 
decía esta mañana. Ya sabéis que eso 
se suele hacer por San Esteban de Flo- 
rencia, por San Jorge, Constantino de 
Parma y aun por la orden de Malta. 
Por lo de más, no tiene ningunas pre- 
tensiones de nobleza y se llama condo 
de casualidad, aunque la opinión gene- 
ral de Roma es que el conde es un gran 
senor. 
—Sug maneras son excelentes — di- 
jo la condesa—, a lo menos, según lo 
he podido juzgar por los ro instan- 
tes que ha permanecido aqu 
-¡Oh 1! Perfectas, epi mía, tan 
pertecl as, que sobrepujan en mucho a 
todo lo más aristocr: ótico que yo he co- 
nocido en las tres noblezas principales ;
	        
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