278
»—Hacedlos buscar.
»—¿Para qué? Vuestro hermano ha-
brá tenido alguna querella y se habrá
Latido en duelo. Todos esos antiguos
soldados hacen excesos en que han te-
rido buen éxito en tiempo del Imperio,
pero que se vuelven mal para ellos aho-
ra ; fuera de esto, nuestras gentes del
Mediodía no quieren ni a los soldados
ni los excesos.
»—Señor—respondí yo—, no 08 SUu-
p:ico por mí. Yo lloraría o me venga-
1a ; eso sería todo; pero mi pobre her-
mano tenía una mujer; si me sucediese
la misma desgracia a mi vez, esta po-
bre criatura moriría de hambre, porque
so mantenía sólo con el trabajo de mi
hermano. Obtened para ella una peque-
ña pensión del Gobierno.
»—Cada revolución tiene sus cabástro-
fes — respondió M. de Villefori—;
vuestro hermano ha sido víctima de és-
ta, es una desgracia ; pero el tobierno
no debe nada a vuestra familia por es-
to. Si tuviésemos que juzgar todas las
venganzas que los partidarios del usur-
pudor han ejercido contra los partida-
1ios del rey, cuando a su vez disponían
del poder, vuestro hermano puede ser
que hubiese sido hoy condenado a muer-
te. Lo que se ha verificado es cosa muy
natural, porque es la ley de represalias.
»—¡ Y qué, señor! —exclamé yo—,
es posible que me babléis así vos... ¡ UN
magistrado !...
»—Todos estos corsos son locos—res-
pondió M. de Villefort — y creen aún
que su compatriota es emperador. Os
envañáis, querido mío; hubiese sido
menester decirme esto hace dos meses.
Hov es demasiado tarde: idos, pues,
y si no querdis, yo os haré marchar.
»Yo le miré un instante para ver si
una nueva súplica tendría alguna cosa
que esperar. Hste hombre era de pie-
dra. Me aproximé a él.
»—Y bien—le dije a media voz—,
puesto que vOS conocéis tan bien a los
corsos, debdis saber cómo cumplen su
palabra. Vos creéis que han hecho bien
en matar a mi hermano, que era bona-
partista, porque vos sois realista ; pues
bien, yo, que soy bonapartista también,
os declaro una cosa, y es que os he de
matar. A contar desde este momento 08
declaro la vendetta; así, pues, sabedlo,
'ALEJANDRO DUMAS
y gua os mejor, porque la primera vez
que nos encontremos cara a cara habrá
llegado vuestra última hora.
» Y antes de que hubiese vuelto de su
sorpresa, abrí la puerta y me marché.
-— Ah! ¡Ah! — dijo Montecristo—.
Con vuestra humilde figura decís esas
cosas, señor Bertuccio, ¡ y a UN procu-
ruaor del rey! ¿Y sabía él al menos lo
que quiere decir esa declaración?
»—Lio sabía tan bien, que desde aquel
momento no salió ya solo y se encerró
en su casa, haciéndome buscar por to-
das partes. Felizmente, estaba tan bien
oculto, que no pudo encontrarme. En-
tonces, se apoderó de él el temor y tem-
bló de quedar más tiempo en Nimes;
solicitó su cambio de residencia, y como
era, en efecto, un hombre influyente,
fuó nombrado para Versalles; pero vos
lo sabéis, no hay distancia para un cor-
so que ha jurado vengarse de su enemi-
go, y su carruaje, por bien conducido
que fuese, no ha llevado nunca más de
media jornada de adelanto conmigo,
que, sin embargo, le seg
» Lo importante no era matarlo ; cien
veces había encontrado ya ocasión : pe-
ro era menester matarle sin ser descu-
bierto, y, sobre todo, sin ser arrestado.
» Por otra parte, yo no me pertene-
cla ya : tenía que proteger y mantener
a mi cuñada. Durante tres meses no dió
un paso, un movimiento, un paseo, sin
que mi mirada no le siguiese.
»En fin, descubrí que venía misterio-
samente a Auteuil; le seguí aún, y le
vi entrar en esta casa que estamos ; so-
lamente que en lugar de entrar, como
todo el mundo, por la puerta de la calle,
venía unas veces a caballo o en carrua-
je, dejaba el carruaje o el caballo en la
posada, y entraba por esta puerta pe-
queña que veis allí.
Montecristo hizo con la cabeza un
movimiento, que probaba que en medio
de la obscuridad distinguía, en efecto,
la entrada indicada por Bertuccio.
—Yo no tenía que hacer nada en Ver-
salles; me fijé en Auteuil y me infor-
mé. Si quería, aquí era donde infalible-
mente debía encontrarle.
» La casa pertenecía, como ha dicho el
portero a vuestra excelencia, a M. de
Saint-Meran, suegro de Villefort. Mon-
sigur Meran vivía en Marsella, por con-
¿ s
) ula a pio.