Full text: Tomo 1 (1)

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»—Hacedlos buscar. 
»—¿Para qué? Vuestro hermano ha- 
brá tenido alguna querella y se habrá 
Latido en duelo. Todos esos antiguos 
soldados hacen excesos en que han te- 
rido buen éxito en tiempo del Imperio, 
pero que se vuelven mal para ellos aho- 
ra ; fuera de esto, nuestras gentes del 
Mediodía no quieren ni a los soldados 
ni los excesos. 
»—Señor—respondí yo—, no 08 SUu- 
p:ico por mí. Yo lloraría o me venga- 
1a ; eso sería todo; pero mi pobre her- 
mano tenía una mujer; si me sucediese 
la misma desgracia a mi vez, esta po- 
bre criatura moriría de hambre, porque 
so mantenía sólo con el trabajo de mi 
hermano. Obtened para ella una peque- 
ña pensión del Gobierno. 
»—Cada revolución tiene sus cabástro- 
fes — respondió M. de Villefori—; 
vuestro hermano ha sido víctima de és- 
ta, es una desgracia ; pero el tobierno 
no debe nada a vuestra familia por es- 
to. Si tuviésemos que juzgar todas las 
venganzas que los partidarios del usur- 
pudor han ejercido contra los partida- 
1ios del rey, cuando a su vez disponían 
del poder, vuestro hermano puede ser 
que hubiese sido hoy condenado a muer- 
te. Lo que se ha verificado es cosa muy 
natural, porque es la ley de represalias. 
»—¡ Y qué, señor! —exclamé yo—, 
es posible que me babléis así vos... ¡ UN 
magistrado !... 
»—Todos estos corsos son locos—res- 
pondió M. de Villefort — y creen aún 
que su compatriota es emperador. Os 
envañáis, querido mío; hubiese sido 
menester decirme esto hace dos meses. 
Hov es demasiado tarde: idos, pues, 
y si no querdis, yo os haré marchar. 
»Yo le miré un instante para ver si 
una nueva súplica tendría alguna cosa 
que esperar. Hste hombre era de pie- 
dra. Me aproximé a él. 
»—Y bien—le dije a media voz—, 
puesto que vOS conocéis tan bien a los 
corsos, debdis saber cómo cumplen su 
palabra. Vos creéis que han hecho bien 
en matar a mi hermano, que era bona- 
partista, porque vos sois realista ; pues 
bien, yo, que soy bonapartista también, 
os declaro una cosa, y es que os he de 
matar. A contar desde este momento 08 
declaro la vendetta; así, pues, sabedlo, 
'ALEJANDRO DUMAS 
y gua os mejor, porque la primera vez 
que nos encontremos cara a cara habrá 
llegado vuestra última hora. 
» Y antes de que hubiese vuelto de su 
sorpresa, abrí la puerta y me marché. 
-— Ah! ¡Ah! — dijo Montecristo—. 
Con vuestra humilde figura decís esas 
cosas, señor Bertuccio, ¡ y a UN procu- 
ruaor del rey! ¿Y sabía él al menos lo 
que quiere decir esa declaración? 
»—Lio sabía tan bien, que desde aquel 
momento no salió ya solo y se encerró 
en su casa, haciéndome buscar por to- 
das partes. Felizmente, estaba tan bien 
oculto, que no pudo encontrarme. En- 
tonces, se apoderó de él el temor y tem- 
bló de quedar más tiempo en Nimes; 
solicitó su cambio de residencia, y como 
era, en efecto, un hombre influyente, 
fuó nombrado para Versalles; pero vos 
lo sabéis, no hay distancia para un cor- 
so que ha jurado vengarse de su enemi- 
go, y su carruaje, por bien conducido 
que fuese, no ha llevado nunca más de 
media jornada de adelanto conmigo, 
que, sin embargo, le seg 
» Lo importante no era matarlo ; cien 
veces había encontrado ya ocasión : pe- 
ro era menester matarle sin ser descu- 
bierto, y, sobre todo, sin ser arrestado. 
» Por otra parte, yo no me pertene- 
cla ya : tenía que proteger y mantener 
a mi cuñada. Durante tres meses no dió 
un paso, un movimiento, un paseo, sin 
que mi mirada no le siguiese. 
»En fin, descubrí que venía misterio- 
samente a Auteuil; le seguí aún, y le 
vi entrar en esta casa que estamos ; so- 
lamente que en lugar de entrar, como 
todo el mundo, por la puerta de la calle, 
venía unas veces a caballo o en carrua- 
je, dejaba el carruaje o el caballo en la 
posada, y entraba por esta puerta pe- 
queña que veis allí. 
Montecristo hizo con la cabeza un 
movimiento, que probaba que en medio 
de la obscuridad distinguía, en efecto, 
la entrada indicada por Bertuccio. 
—Yo no tenía que hacer nada en Ver- 
salles; me fijé en Auteuil y me infor- 
mé. Si quería, aquí era donde infalible- 
mente debía encontrarle. 
» La casa pertenecía, como ha dicho el 
portero a vuestra excelencia, a M. de 
Saint-Meran, suegro de Villefort. Mon- 
sigur Meran vivía en Marsella, por con- 
¿ s 
) ula a pio.
	        
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