EL CONDE DE
siguiente, esta casa le era inútil; así,
pues, decian que acababa de alquilarla
a una joven viuda a quien conocían bajo
el nombre de la Baronesa.
» En efecto, una noche, mirando por
encima de la tapia, vi a una mujer jo-
ven y hermosa que se paseaba sola por
el jardín y miraba con frecuencia a la
puertecita, y comprendí que esa noche
esperaba a Villefort.
»Cuando estuvo bastante cerca de mi
para que, a pesar de la obscuridad, pu-
diese distinguir sus facciones, vi una
mujer de diez y ocho a diez y nueve
años, alta y rubia.
»Como estaba vestida sólo con un
peinador y nada ceñila su cintura, noté
que estaba encinta y que su embarazo
parecía de mucho tiempo.
» Algunos momentos después abrieron
la puertecita ; un hombre entró, la ]o-
ven corrió precipitadamente a su en-
cuentro ; ambos se arrojaron en los bra-
Zos uno de otro, abrazándose tiernamen-
te, y entraron juntos en la casa.
»Íiste hombre era M. de Villefort.
» Yo juzgué que al salir, sobre todo
si salía de noche, debía atravesar el jar-
dín.
Y preguntó el conde :
—¿ Habéis sabido después el nombre
de esa mujer?
—No, excelencia — respondió Ber-
buccio vais a ver que no tuve tiem-
po de saberlo.
-—Continuad.
-—Aquella noche — replicó Bertuc-
cio—, hubiera podido matarle si hubie-
ra conocido mejor el jardín.
» Temí no matarle bien y no poder
huir si alguno acudía a sus gritos.
» Lo dejé para la próxima cita, y para
que nada se me escapase, tomé un cuar-
tito enfrente de la tapia del jardín.
»Tres días después, hacia las siete de
la noche, vi salir de la casa un criado
a caballo que tomó a galope el camino
que conducía a Sévres; presumí que
iba a Versalles; no me engañaba.
» Tres horas después, el hombre vol-
vió cubierto de polvo; su mensaje es-
taba terminado.
» Diez minutos después, otro hombre
a pie, envuelto en una capa, abría la
puertecita del jardín, gue se volvió a
cerrar detrás de él.
MON'TECRISTO
» Bajé rápidamente.
»Aunque no había visto el rostro de
Villefort, le reconocí por los latidos de
mi corazón ; atravesé la calle, me arri-
mé a un poste colocado junto a la ta-
pia, y con ayuda del cual había mirado
otra vez al jardín.
» Esta vez no me contenté con mirar ;
saqué mi cuchillo del bolsillo, me ase--
guré que la punta estaba bien afilada y
salté por encima de la tapia.
»M1 primer cuidado fué correr a la.
puerta; había dejado la llave dentro,
tomando la precaución de dar a la ce-
rradura dos vueltas.
» Nada impediría la fuga por este lado.
»Me puse a estudiar el terreno.
»El jardín formaba un cuadrilongo ;
un prado de fino musgo se extendía ha-
cia en medio; en los ángulos de este
prado había algunos árboles de follaje
espeso y mezclado de flores de otoño.
»Para dirigirse de la casa a la puer-
tecita, M. de Villefort tenía que pasar
junto a uno de estos árboles.
»Era el fin de septiembre ; el viento
soplaba con fuerza; un poco de luna
pálida, y velada a cada instante por
gruesas nubes, blanqueaba la arena de
las calles de árboles que conducían a la
casa ; pero no podía atravesar la obs-
curidad de estos árboles espesos, en los
que un hombre podía permanecer ocul-
to sin temor de ser visto.
»Me oculté en uno de ellos por donde
debía pasar Villefort ; apenas estaba allí,
cuando en medio de las bocanadas de
viento que encorvaban los árboles sobre
mi frente, creí distinguir como unos ge-
midos.
»Pero ya sabéis, o más bien no sa-
béis, señor conde, que el que espera el
momento de cometer un asesinato, cree
siempre oír gritos sordos en el aire. Dos
horas pasaron, durante las cuales, re-
petidas veces, creí oír los mismos ge-
midos.
»Al fin dieron las doce de la noche.
»Cuando sonaba la última campana-
da, lúgubre y retumbante, percibí un
débil resplandor que iluminaba las ven-
tanas de la escalera oculta, por la que
hemos descendido hace poco.
»Lia puerta se abrió, y el hombre de
la capa volvió a aparecer.
»Era el momento terrible; pero ha-
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