EL CONDE DE
para — dijo la Carcoute—; ya no se
ve muy bien y nos podríamos engañar.
»En efecto, la noche se había acerca-
do durante esta discusión, y con la no-
che, la tempestad que amenazaba hacia
una hora. Oíase gruñir sordamente el
trueno a lo lejos ; pero ni el platero ni
Caderousse ni la Carconte parecían ocu-
parse en ello, poseídos como estaban los
tres de una avaricia diabólica.
»Yo mismo experimentaba una ex-
traña fascinación a la vista de todo
aquel oro y los billetes. Me parecía so-
nar, y como sucede en un sueño, me
sentí clavado en el sitio donde estaba.
»Caderousse contó y volvió a contar
el oro y los billetes ; después los entre-
gó a su mujer, que los contó y volvió a
contar a su vez.
» Durante este tiempo el platero hacía
brillar el diamante a la luz de la lám-
para, y el diamante arrojaba resplan-
dores que le hacían olvidar los que, pre-
cursores de la tempestad, comenzaban
a iluminar las ventanas.
»—¿ Está cabal la cuenta? — pregun-
tó el platero.
»—Bi — dijo Caderousse—, dame la
cartera y busca un saco, Carconte.
»8e dirigió ésta a un armario y volvió
con una cartera vieja de cuero, de la
cual sacaron algunas cartas grasientas,
en lugar de las cuales pusieron los bi-
lletes, y un saco que contenía dos o tres
escudos de seis libras, que probablemen-
te componían toda la fortuna del mi-
serable matrimonio.
»—¡ Ea! — dijo Caderousse—, aun-
que nos hayáis dejado sin una docena
de mil francos tal vez, ¿queréis cenar
con nosotros?
»—Gracias — dijo el platero— ; de-
be ser tarde y es preciso que vuelva a
Beaucaire ; mi mujer estaría inquieta.
»Sacó su reloj y exclamó :
»—¡ Diantre! Las nueve, y tardaré
tres horas en ir a Beaucaire. Adiós, ami-
gos míos, si vienen por aquí más abates
Busoni, pensad en ml.
»—Dentro de ocho dias ya no esta-
róis en Beaucaire — dijo Caderousse—,
puesto que la feria concluye la semana
que viene.
»—No, pero eso no le hace; escri-
bidme a París : M. Joannés, Palais Ro-
yal, Galería de piedra, número 45; ha-
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ré expresamente un viaje si vale la
pena.
»Oyóse de repente un trueno acom-
pañado de un relámpago tan violento,
que borró casi la claridad de la lámpara.
»—¡ Oh, oh! — dijo Caderousse— ;
¿vals a partir con este tiempo?
» —Yo no temo a los truenos — dijo
el platero.
»—¿ Y a los ladrones? — preguntó la
Carconte—. Ahora, durante la feria, no
está el camino muy seguro.
»—¡ Oh! En cuanto a los ladrones—
dijo Joannés—, estoy preparado contra
ellos.
»Y sacó de su bolsillo un par de pis-
tolas cargadas hasta la boca.
»—Este par de cachorros ladran y
muerden al mismo tiempo : los destino
a los dos primeros que tengan ganas de
poseer vuestro diamante.
»Caderousse y su mujer cambiaron
una mirada sombría. Parecía que al
mismo tiempo habían tenido algún te-
rrible pensamiento.
»—Entonces, buen viaje — dijo Ca-
derousse,
»—Gracias — dijo el platero.
»Tomó su bastón y salió.
»En el momento en que abrió la
puerta, una bocanada de viento entró
por ella violentamente, y poco faltó pa-
ra que apagase la lámpara.
»—¡ Oh! — dijo—; vaya un tiempo
que va a hacer, y no será nada agra-
dable caminar ahora dos leguas en des-
poblado.
»—Quedaos — dijo Caderousse—;
aqui dormiréis.
»—81, quedaos—añadió la Carconte
con voz temblorosa—, os culdaremos
mucho.
»—No, es preciso que vaya a
a Beaucaire. Adiós.
»Caderousse llegó lentamente hasta el
umbral.
»—No se ve el cielo ni la tierra —
dijo el platero ya fuera de la cusa—;
¿sigo la derecha o la izquierda ?
»—Lia derecha — dijo Caderousse—,
no os podéis perder, el camino está ro-
deado de árboles a entrambos lados.
»—Bueno, ya estoy—repuso la voz,
cuyo eco se había perdido casi a lo
lejos.
»—Cierra la puerta — dijo la Car-
dormir
A y