EL CONDE DE
La joven tomó la mano que la pre-
sentaban, la besó con cierto amor mez-
clado de respeto, y algunas palabras
fueron cambiadas con ternura de parte
de la joven, y con dulce gravedad de
parte del conde de Montecristo.
Entonces, precedida de Alí, que lle-
vaba una antorcha de cera color de ro-
sa, la joven, que no era otra que la bella
griega, compañera ordinaria de Monte-
cristo en Italia, fué conducida a su ha-
bitación, y poco después el conde se re-
tiró al pabellón que le estaba reservado.
A las doce y media de la noche todas
las luces estaban apagadas en la casa,
y hubiérase podido creer que todos dor-
Mían.
XLVI.—El crédito ilimitado.
Al día siguiente, a las dos de la tarde,
una carretela tirada por tres magníficos
caballos ingleses, se paró delante de la
puerta de Montecristo ; un hombre ves-
tido de frac azul, con botones de seda
del mismo color, chaleco blanco ador-
nado de una cadena de oro, y pantalón
color de nuez, con cabellos tan negros
y que descendían tanto sobre las cejas,
que se hubiera podido dudar fuesen na-
burales, por lo poco en armonía que es-
taban con las arrugas inferiores, que
ño podían ocultar, un hombre, en fin,
de cincuenta a cincuenta y cinco años,
y que quería aparentar cuarenta, aso-
mó su cabeza por la ventanilla de su
carretela, sobre la portezuela de la cual
estaba pintada una corona de barón, y
mandó a su groom que preguntase al
portero si estaba en casa el conde de
Montecristo.
Mientras tanto, este hombre conside-
taba, con una atención tan minuciosa
que casi era ya impertinente, el exte-
rior de la casa, lo que se podía distin-
guir del jardín y la librea de algunos
Criados que iban y venían de un lado a
LO,
La mirada de este hombre era viva,
Pero astuta ; sus labios, tan delgados
que, más bien que salir, entraban en
Su boca ; lo prominente de los pómulos,
señal infalible de astucia, SU frente
achatada, todo contribuía a dar un ca-
rácter casi repugnante a la fisonomía
de este personaje, muy recomendable 4
los ojos del vulgo por Sus magnificos
MONTECRISTO 295
caballos, el enorme diamante que lle-
vaba en su camisa, y la cinta encarnada
que se extendía de un ojal a otro de su
frac.
El groom llamó a los cristales del
cuarto del portero y preguntó :
—¿No vive aquí el señor conde de
Montecristo ?
— Aquí vive su excelencia — respon-
dió el portero—, Pero...
Y consultó a Alí con una mirada.
Alí hizo una seña negativa.
—¿Pero qué?...—preguntó el groom,
—$Su excelencia no está visible—res-
pondió el portero.
—En ese caso, tomad la tarjeta de
mi amo, el señor barón Danglars. La
entregaréis al conde de Montecristo y
le diréis que, al ir a la Cámara, mi
amo se ha vuelto para tener el honor de
verle.
—Yo no hablo a su excelencia — di-
jo el portero—; su ayuda de cámara
hará la comisión.
El groom se volvió al carruaje.
—¿Qué hay? — preguntó Danglars.
il groom, bastante avergonzado de
la lección que había recibido, llevó a su
amo la respuesta que recibiera del por-
Lero.
—¡Ah! — dijo Danglars—, ¿es al-
gún príncipe ese caballero para que lo
llamen excelencia y para que sólo su
ayuda de cámara pueda hablarle? No
importa ; puesto que tiene un crédito
contra mi, será menester que yo le vea
cuando quiera dinero.
Y Danglars se recostó en el fondo de
su carruaje, gritando al cochero de mo-
do que pudieran oírle del otro lado del
camino :
—A la Cámara de los diputados.
Al través de una celosía de su pabe-
llón, el conde de Montecristo, avisado
a tiempo, había visto al barón con la
ayuda de unos excelentes anteojos, con
no menos atención que M. Danglars
Labía puesto en examinar la casa, el
jardín y las libreas. e
— Décididamente — dijo con un gesto
de disgusto, haciendo entrar los tubos
de sus anteojos en sus fundas de mar-
fil—, decididamente es una criatura fea
ese hombre ; ¡ cómo se reconoce en él a
primera vista a la serpiente de frente
achatada, y al buitre de cráneo redon-