208 ALEJANDRO DUMAS
—Vuestra excelencia quedará ser-
vido.
El conde hizo un movimiento de sa-
tisfacción, descendió los escalones, saltó
a su carruaje que, arrastrado al trote
del magnífico tiro, no se detuvo hasta
la casa del banquero.
Danglars presidía una comisión nom-
brada para la construcción de un camino
de hierro cuando le anunciaron la visita
del conde de Montecristo. Por otra par-
te, la sesión estaba finalizándose.
Al oír el nombre del conde se levantó.
—Señores — dijo dirigiéndose a sus
colegas, de los cuales muchos eran res-
potables miembros de una u otra Cá-
mara—, perdonadme si os dejo así ; pe-
ro imaginaos que la casa Thompson
y French, de Roma, me dirige un cier-
to conde de Montecristo, abriéndole en
mi casa un crédito ilimitado. Es la bro-
ma más chistosa que han hecho conmi-
go mis corresponsales del extranjero.
Ya comprenderéis, esto me picó la cu-
riosidad ; me pasé esta mañana por casa
el pretendido condo; si lo era en efec-
to, ya os figuraréis que no sería tan
rico. El señor conde no está visible, res-
pondieron a mis criados. ¿Qué os pare-
ce? ¿No son maneras de un príncipe o
de una linda señorita las del conde de
Montecristo? Por otra parte, la casa,
situada en los Campos Elíseos, me ha
parecido bastante bien. Pero ¡ vaya ! un
eródito ilimitado — áñadió Danglars,
riendo con su astuta sonrisa—hace exi-
gente al banquero en cuya casa está
abierto el crédito. Tengo deseos de ver
a nuestro hombre. No saben aún con
quién van a dar. ¡Ah! ¡Ab!
Al acabar estas palabras, dichas con
un ¿nfasis que hinchó las narices del
barón, se separó de sus colegas y pasó
a un salón forrado de raso y oro, y del
cual se hablaba mucho en la Chaussée
d'Antin.
Aquí mandó introducir al conde para
deslumbrarle al primer golpe.
El conde estaba en pie, contemplan-
do algunas copias de Albano y del Fat-
tore, que habían hecho pasar al ban-
quero por originales y que pegaban muy
mal a los adornos dorados y diferentes
eclores del techo y de los ángulos del
salón.
Al ruido que hizo Danglars al entrar,
el conde se volvió. Danglars saludó li-
geramente con la cabeza, e hizo seña
al conde de que se sentase en un sillón
de madera dorada con forro de raso
blanco bordado de oro.
El conde se sentó.
—¿ Es el señor de Montecristo a quien
tengo el honor de habar?
—Y yo — replicó el conde—, ¿al se-
ñor barón Danglars, caballero de la Lie-
gión de Honor, miembro de la Cámara
de los diputados ?
Montecristo hacía la nomenclatura de
todos los títulos que había leído en la
tarjeta del barón.
Danglars sintió la pulla y se mordió
los labios.
—Perdonad, caballero — dijo—, sl
no os he dado el título con que me ha-
béis sido anunciado; pero bien lo sa-
béis, vivo en tiempos de un Gobierno
popular, y yo soy un representante de
los intereses del pueblo.
—De suerte — respondió Montecris-
to— que, conservando la costumbre de
haceros llamar barón, habéis perdido la
de llamar a otros conde.
—¡ Ah! Tampoco lo hago conmigo—
respondió cándidamente Danglars—;
me han nombrado barón y hecho ca-
ballero de la Legión de Honor por al-
gunos servicios, pero...
—¿Pero habéis abdicado vuestros tl-
tulos, como hicieron otras veces MM.
de Montmorency y de Lafayette? ¡ Ah!
Ese es un buen ejemplo, caballero.
—No tanto — replicó Danglars em-
barazado— ; pero ya comprenderéis, los
criados...
—S$Í, sí, os llamáis monseñor para los
criados ; para los periodistas, caballero,
y para los del pueblo, ciudadano. Son
matices muy aplicables al Gobierno
constitucional. Comprendo perfectamen-
te—agregó.
Danglars se mordió los labios; vió
que no podía con Montecristo en este
terreno, y procuró hacer volver la cues:
tión al que le era más familiar.
—Señor conde — dijo inclinándo-
se—, he recibido una carta de aviso de
la casa Thompson y French.
—¡ Oh ! Señor barón, permitidme que
os llame como lo hacen vuestros cria-
dos ; es una mala costumbre que he ad-
quirido en países donde hay todavía ba-