EL CONDE DE
—¡ Eh! caballero — dijo la barone-
sa—, bien sabéis que hace un mes ten-
go a mi servicio el mejor cochero de
París, a no ser que tambión lo hayáis
vendido con los caballos.
—Querida amiga, ya encontraré yo
otros iguales más hermosos aún sli los
hay; pero caballos que sean mansos,
tranquilos, que no inspiren terror.
La baronesa se encogió de hombros
con profundo desprecio.
Danglars no pareció darse cuenta de
esto gesto más que conyugal, y volvién-
dose hacia Montecristo :
—En verdad, siento no haberos co-
nocido antes, señor conde — dijo—.
¿Estáis montando vuestra casa ?
—Si—respondió el conde.
—Os lo hubiera propuesto; imagi-
naos que los he dado por nada; pero
como os he dicho, quería deshacerme
de ellos ; son caballos para un joven.
—Caballero — dijo el conde—, os doy
gracias ; esta mañana he comprado unos
bastante hermosos. Miradlos, señor De-
bray, vos que lo entendéis.
Mientras que Debray se acercaba a
la ventana, Danglars se acercó a su
mujer :
—Imaginaos, señora — le dijo en voz
baja—, que vinieron a ofrecerme por
los caballos un precio exorbitante. No
sé quién es el loco que quiero arruinar-
se, y me ha enviado esta mañana un
mayordomo ; pero el caso es que he
ganado diez y seis mil francos encima ;
no os pongáis de mal humor; os daré
cuatro mil y dos mil a Eugenia.
Madama Danglars dirigió a su marido
otra mirada despreciativa.
—¡ Oh! ¡ Dios mío! — exclamó De-
bray.
—¿Qué? — preguntó la baronesa.
—Pero no me engaño : son vuestros
caballos, vuestros propios caballos en
el carruaje del señor conde.
—;¡ Mis caballos tordos! — exclamó
madama Danglars.
Y se lanzó hacia la ventana.
—En efecto, ellos son — dijo.
Danglars estaba estupefacto.
——¿Es posible? — dijo Montecristo
fingiendo asombro.
—;¡ Es increíble | — murmuró el ban-
quero.
La baronesa dijo dos palabras al oído
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de Debray, que se acercó a su vez 1%
Montecristo.
—La baronesa os pregunta en cuánto
os ha vendido su marido ese tiro do
caballos.
—No só — dijo el conde—; es una
sorpresa que mi mayordomo me ha da-
do y... y que me ha costado treinta
mil francos, según creo.
Debray fué a llevar esta respuesta a
la baronesa. Danglars estaba tan pá-
lido y tan desconcertado, que el condo
afectó tener piedad de él.
—Ya veis — le dijo—, cuán ingratas
son las mujeres : este obsequio de parte
vuestra no ha conmovido a la baronesa ;
ingrata, no es ósta la palabra, loca de-
biera decir. ¿Pero qué queréis? siempre
se desea lo que fastidia ; así, pues, lo me-
jor que podéis hacer, señor barón, es
no volver a hablar una palabra del asun-
to; éste es mi parecer, vos obraréis co-
mo gustéis.
Danglars nada respondió ; preveía en
su próximo porvenir una escena desas-
trosa ; ya se hablan arrugado las cejas
de la soñora baronesa, y cual otro Jú-
piter Olímpico, presagiaba una bempos-
tad ; Debray, que la oía ya empezar a
mugir, dió una excusa cualquiera y $0
marchó.
Montecristo, que no quería incomo-
dar de ninguna manera al enojado ma-
trimonio, saludó a madama Danglars y
se retiró, entregando al barón a la cóle-
ra de su mujer.
—Bueno — dijo Montecristo retirán-
dose—; he conseguido lo que quería ;
tengo en mis manos la paz del mastri-
monio, y de un solo golpe voy a ad-
quirir el corazón del barón y el de la
baronesa. ¡ Qué dicha! Mas aun no he
sido presentado a la señorita Eugenia
Danglars, a quien hubiera deseado co-
nocer. Pero — replicó con aquella son-
risa que le era peculiar—, estoy en Pa-
rís y me queda mucho tiempo... más
tarde será.
Con esta reflexión subió el conde a
su carruaje y volvió a su casa.
Dos horas después escribió una carta
encantadora a madama Danglars, en
que decía que, no queriendo comenzar
su entrada en el mundo parisiense des-
esperando a una, mujer tan linda, le su-
plicaba aceptase sus caballos,