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Madama de Villefort palideció y de-
tuvo el brazo de su hijo, a quien atrajo
hacia sí; mas calmado su temor, echó
sobre el cofre una corta, pero expresiva
mirada, que el conde echó de ver.
En este momento entró Alf.
Madama de Villefort hizo un movi-
miento de alegría, y llamando al niño,
le dijo:
-Hduardo, mira a este buen servi-
dor ; es un valiente, porque ha expuesto
su vida por detener los caballos que nos
arrastraban y el carruaje que iba a rom-
.erse. Dale las gracias, porque proba-
blemente, a no ser por él, hubiéramos
muerto los dos.
El niño entreabrió la boca y volvió
desdeñosamente la cabeza.
—Eg muy feo — dijo.
El conde se sonrió como si el niño
acabase de cumplir una de sus espe-
ranzas; en cuanto a madama de Vi-
llefort, reprendió a su hijo con una mo-
deración que no hubiera sido segura-
mente del gusto de Juan Jacobo Kous-
seau, si el pequeño Eduardo se hubiese
llamado Emilio.
—Mira — dijo en árabe el conde a
Alí—; esta señora dice a su hijo que
te dé las gracias por la vida que has
salvado a los dos; y el niño responde
que eres muy feo.
Alí volvió su cabeza inteligente un
instante y miró al, niño sin expresión
aparente; pero un ligero estremeci-
miento de narices probó a Montecristo
que el árabe acababa de ser herido en el
corazón.
—Caballero — preguntó madama de
Villefort levantándose para retirarse—,
¿es ésta vuestra morada habitual ?
—No, señora respondió el con-
de—, es una especie de apeadero que
he comprado ; vivo en los Campos Xlí-
seos, número 30. Pero veo que estáis
perfectamente repuesta, y que deseúls
retiraros. Acabo de mandar que pon-
gan esos caballos en mi carruaje, y Alí,
ese muchacho tan feo — dijo al niño
sonriendo—, va a tener el honor de
conduciros a vuestra casa, mientras que
vuestro cochero quedará aquí cuidando
de la compostura del carruaje; y una
vez terminada ésta, uno de mis tiros
de caballos le volverá a conducir direc-
tamente a casa de madama Danglars.
ALEJÁNDR
O DUMAS
—Pero—dijo madama de Villefort—
no me atreveré a ir con esos mismos
caballos.
—¡ Oh! Vais a ver, señora — dijo
Montecristo— ; en manos de Alí se vol-
verán tan mansos como dos corderos.
En efecto; Alí se había acercado a
los caballos que habían puesto de pie
con mucho trabajo. Tenía en la mano
una esponja empapada en vinagre aro-
mático ; frotó con ella las narices y las
sienes de los caballos, cubiertos de es-
puma y de sudor, y casi al punto empe-
zaron a relinchar estrepitosamente y a
estremecerse durante algunos segundos
Después, en medio de una multitud
de gente curiosa, a quien los restos del
carruaje y el rumor que se había espar-
cido de aquel suceso, había atraído a la
casa, Alí enganchó los caballos al cupó
del conde, reunió en su mano las rien-
das, subió al pescante, y con gran asom-
bro de los asistentes que habían visto
a estos caballos impelidos como por un
torbellino, se vió obligado a usar del
látigo para hacerlos partir, y aun así no
pudo obtener de los famosos tordos,
ahora petrificados, casi muertos, más
que un trote tan poco seguro y tan lán-
guido, que tardaron dos horas en con-
ducir a madama Villefort al barrio de
Saint-Honoré, donde tenía su casa.
Apenas hubo llegado a ella, y apla-
cadas las primeras emociones, escribió
el siguiente billete a madama Danglaxs :
«Querida Herminia :
» Acabo de ser milagrosamente salva-
da con mi hijo por ese mismo conde de
Montecristo, de quien tanto hemos ha-
biado ayer tarde, y que tan lejos estabu
yo de sospechar que había de ver hoy.
Ayer me hablabais de él con tan gran
entusiasmo que no pude menos de bur-
larme, creyendo que exagerabais ; pero
hoy me he convencido que era fundado.
Vuestros caballos ge desbocaron en Ra-
nelagh, y seguramente íbamos a ser des-
pedazados mi Eduardo y yo, cuando un
árabe, un nubio, un hombre negro, en
fin, al servicio del conde, detuvo a una
señal suya el impulso de los caballos,
a riesgo de haber muerto él mismo; y
fué un milagro que no hubiera sucedi-
do. Entonces acudió el conde, nos trans-
portó a su casa a Eduardo y a mi, €