Full text: Tomo 1 (1)

EL CONDE DI 
a madama de Villefort la receta que le 
había pedido. 
LITIT.—Roberto el diablo. 
La excusa de tener que ir a la Opera 
era oportunísima : aquella noche habla 
gran función en la Academia Real de 
Música. Levasseur, después de una lar- 
ga indisposición, se presentó en el pa- 
pel de Beltrán, y, como siempre, la obra 
del maestro a la moda atrajo al teatro 
la sociedad más brillante de París. 
Morcef, como la mayor parte de los 
jóvenes ricos, tenía su palco de orques- 
ta; además el de diez personas conoci- 
das, sin contar con aquel a que tenía 
derecho de ir, es decir, el de los calave- 
ras de buen tono. 
Chateau Renaud tenía el palco pró- 
ximo al suyo. 
Beauchamp, como periodista, era el 
rey del salón, y tenía sitio en todas par- 
bes, 
Aquella noche Luciano Debray tenía 
a su disposición el palco del ministro, 
y lo había ofrecido al conde de Morcef, 
el cual, no habiendo querido ir Merce- 
des, lo había enviado a Danglars, man- 
dándole decir que probablemente él iría 
a hacer aquella noche una visita a la 
baronesa y a su hija, si querían aceptar 
el palco que les ofrecía. 
Madama Danglars y su hija acepta- 
ron. 
En cuanto a Danglars, había decla- 
rado que sus principios políticos y su 
calidad de diputado de la oposición no 
le permitían ir al palco del ministro. 
La baronesa escribió a Luciano su- 
plicándole que fuese a buscarla, aten- 
dido a que no podía ir a la Opera sola 
con Eugenia. 
En eiecto; sl las dos mujeres hubie- 
sen ido solas, habrian creído esto de 
mal tono, al paso que, yendo mademol- 
selle Danglars con su madre y el aman- 
te de su madre, nada había que decir. 
Levantóse el telón como de costuma 
bre, ante un salón vacio, 
También es una de las costumbres 
del mundo parisiense llegar al teatro 
cuando la función se ha empezado ; de 
aquí resulta que el primer acto pasa, 
por parte de los espectadores que van 
egando, no en mirar o en escuchar la 
MONTECRISTO 335 
pieza, sino en mirar entrar a los espec- 
tadores que llegan, y oír el ruido de las 
puertas y de las conversaciones. 
—¡ Calle! — dijo Alberto de repen- 
te, al ver abrirse un palco principal—, 
¡calle ! ¡la condesa de G!... 
—¿ Quién es esa condesa de G-?... —= 
preguntó Chateau Renaud. 
—¡ Ob! Barón, ésa es una pregunta 
que no os perdono; ¿me preguntáis 
quién es la condesa de GF?... 
—¡ Ah! es verdad — dijo Chateau 
Renaud—. ¿No es esa encantadora ve- 
neciana ? 
— Justamente. 
En este momento la condesa G... re= 
paró en Alberto, y cambió con él un 
saludo acompañado de una sonrisa. 
—¿ La conocéis? — dijo Chateau Re- 
naud. 
—Sí — exclamó Alberto—, le ful 
presentado en Roma por Franz. 
—¿ Queréis hacerme en París el mis- 
mo favor que Franz os hizo en Roma? 
—Con mucho gusto. 
— Silencio! — gritó el público. 
Los dos jóvenes continuaron su con- 
versación, sin parecer inquietarse del 
deseo que parecía experimentar el pú- 
blico de oír la música. 
—Estaba en las carreras del Campo 
de Marte — dijo Chateau Renaud. 
—¿ Hoy? 
—Sl. 
— Calle ! En efecto; había carreras. 
¡ Estabais comprometido en ellas ! 
—¡Oh! Por una miseria, por Cin- 
cuenta luises. 
—¿ Y quién ganó? 
—Nautilus ; yo apostaba por él. 
—¿Pero habla tres carreras? 
—S$Sí. El premio del Jockey Club, una 
copa de oro. Por cierto pasó una cosa 
bastante rara. 
—¿ Cuál? 
—; Chist!... — gritó el público im- 
pacientado. 
—¿Cuál?... — repitió Alberto. 
—Un caballo y un jockey completa- 
mente desconocidos han ganado esta can 
rrera, 
—¿ Cómo? 
—¡Oh! Sí; nadie había fijado la 
atención en un caballo señalado con el 
nombre de Vampa, y un jockey con el 
nombre de Job, cuando de repente vie- 
A 
Ea 
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