Full text: Tomo 1 (1)

¿ CONDE DE 
he: ¿El conde de a f viene algu- 
has veces a la ópera? Lo he buscado 
por todas partes y no lo he visto. 
—Vendrá esta noche. 
—¿ Adónde? 
—Al palco de la baronesa, 
—¿ Esa encantadora joven que está 
ton ella es su hija? 
Nk 
—UOs doy la enhorabuena. 
Morcef se sonrió. 
- —Ya hablaremos de eso más tarde y 
detalladamente — dijo-—. ¿Qué decís 
de la música ? 
—¿De qué música? 
—¿De cuál ha de ser? De la que aca- 
bamos de oír, 
—Digo que es una música bellísima 
para ser compuesta por un compositor 
humano, y cantada por pájaros sin plu- 
ma, como decia Diógenes. 
—¡ Ah ! querido conde ; parece que 
pud ierais oír cantar los siete coros del 
Paraíso. 
—$S1, eso es. Cuando quiero olr mú- 
Sica admirable, a como ningún 
mortal la ha oído, « luermo. 
—Pues bien, cerdo conde, dormid ; 
2 ópera no se ha inventado para otra 
Cosa, 
—No, en verdad ; vuestra, orquesta 
Mes demasiado ruido. Para dormir yo 
con el sueño de que os hablo, necesito 
tranquilidad y silencio, y además cier- 
ta preparación. 
—; Ah! ¿El famoso hatchis? 
—Justamente, vizconde ; cuando que- 
táis oír música, venid a cenar conmigo. 
—Pero, ya la he oído cuando fuí a 
almorzar a vuestra casa — dijo Morcef. 
—¿ En Roma? 
2% 
—¡ Ah! Era la guzla de Haydée: Sí, 
de pobre de »sterrada se entretiene, a ve- 
es. en tocar aires de su pals. 
Morcef no insistió más; por su par- 
te el conde se calló también. 
En este momento se oyó la campa- 
illa, 
—Dispensadme — dijo el conde diri- 
giéndose hacia su palco. 
—¡ Cómo! 
—Mil recuerdos de parte mía a la 
condesa G..., de parte de su vampiro. 
—¿Y a la baronesa? | ; 
—Decidle que, si lo permite, iró a 
MONTECRISTO 341 
ofrecerle mis respetos después que con- 
cluya el acto. 
El tercer acto comenzó. 
Durante él entró el conde de Morcef 
en el palco de madama Danglars, se- 
gún lo había prometido. 
El conde no era uno de esos hombres 
que causaban impresión con su presen- 
cia ; así, pues, nadie se dió cuenta de su 
llegada más que las personas en cuyo 
palco entraba. 
Montecristo le vió, «sin embargo, y 
una ligera sonrisa asomó a sus labios. 
En cuanto a Haydée, no vela nada 
mientras que el telón estaba levantado ; 
como todas las naturalezas primitivas, 
adoraba todo lo que habla al oido y a 
la vista. 
El tercer acto pasó como de costum- 
bre. 
Madamoiselles Noblet, Julia y Le- 
roux, cantaron sus respectivos papeles ; 
el principe de Granada fué desafiado por 
Roberto Mario; en fin, este majestuo- 
so rey dió su vuelta por el tablado para 
lucir su manto de terciopelo, llevando 
a su hija de la mano; bajóse después 
el telón, y la concurrencia se dispersó 
por la sala de descanso y los corredores. 
El conde salió de su pes: y un ins- 
tante después apareció en el de la ba- 
ronesa de Danglars 
Esta no pudo contener un ligero gri- 
to de sorpresa mezclado de alegría. 
—¡ Ah! venid, señor conde — excla- 
mó—, porque a la verdad deseaba aña- 
dir mis gracias verbales a las que ya 
os he dado por escrito 
—¡Oh! señora — dijo el conde—, 
¿aun os acordáis de esa miseria? Yo ya 
la había olvidado. 
—SÍ, pero jamás se olvida que al día 
siguiente salvasteis a mi amiga mada- 
ma de Villefort del peligro que le hi- 
cieron correr los mismos caballos. 
—Tampoco esta vez, señora, merez- 
co vuestras gracias ; fué Alf, mi nubio, 
quien tuvo el honor de hacer 8 madama 
de Villefort este eminente servicio. 
-— ¿ Y fué también Ali — dijo. el conde 
do Morcef — quien sacó a mi hijo de 
las manos de los bandidos romanos? 
¡—No, señor conde — dijo Monte- 
cristo, estrec 'hando la mano que le pre- 
sentaba el general—, no; ahora a quien 
toca dar las gracias. es a mi; vos ya ma 
iia
	        
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