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dos de mi parte a vuestro discreto ma-
yor, al señor Bartolomé de Cavalcanti ;
y sl por casualidad desea establecer a
gu hijo, buscadle una mujer muy rics
noble ; baronesa lo menos; yo 08 ayu-
daré por mi parte.
—¡ Hola ! ¿Hasta eso llegariais?
—$Í, sí.
¡Oh! No se puede decir «de esta
agua no beberé».
ar Ah! Conde — exclamó Morcef—,
y qué. servic lo me harlais, y cómo 08
apreciaría cien veces más, si lograseis
dejarme soltero siquiera por diez años!
—Todo es posible — respondió gra-
yemente Montecristo.
Y despidiéndose de Alberto, entró en
su habitación y llamó tres veces con el
timbre.
Bertuccio se presentó.
Señor Bertuccio — dijo—, ya sa-
Md sis que el sábado recibo en mi case
de Auteuil.
Bertuccio se estremeció ligeramente.
— EIA, señor — dijo.
—0Og necesito — continuó el conde—,
para que todo se prepare como sabéis.
Aquella casa es muy hermosa, o a lo
menos puede serlo.
—Para eso sería preciso cambiarlo
todo, señor conde; las paredes han en-
vejecido.
Cambiadlo todo, excepto una sola
habitación : la alcoba de damasco en-
sarnado que dejaréis: lo mismo que está
actualmente.
Bertuccio se inclinó.
—Tampoco tocaréis al jardín, pero
del patio haréis lo que mejor os parez-
ca; quedaré contento si nadie pudiese
reconocerlo.
—Haré todo lo que pueda para que
el señor conde quede satisfecho; sin
embargo, estaría más tranquilo si qui-
siera vuestra excelencia decirme sus 1n-
tenciones para la comida.
—En verdad, mi querido señor Ber-
tuccio dijo el pa desde que
estáis en París os encuentro desconoci-
do: ¿no os acordáis ya de mis gustos,
de mis ideas?
—Pero, en fin, ¿po iría decirme vues-
ho excelencia quié n 2: istirá ?
—Aun no lo sé, y tampoco vos tenéis
necesidad de saberlo.
Bertuccio se inclinó y
salió,
¡[DRO DUMAS
LV.—El mayor Cavalcanti.
Ni el conde ni Bautista hablan men-
tido al anunciar a Morcef esta visita del
mayor Cavalcanti, que servía a Monte-
cristo de pretexto para rehusar la co-
mida que le ofrecían.
Las siete acababan de dar, y M. Ber-
buccio, según la orden que había reci-
bido, había partido dos horas antes para
Auteuil, cuando a coche de alquiler
se detuvo a la puerta del palacio y pa-
reció huir avergonzado apenas hubo de-
jado junto a la reja un hombre como de
cincuenta y dos años, vestido con una
de esas largas levitas verdes cuyo color
es indefinido, un ancho pantalón azul,
unas botas bastante limpias, aunque
con un barniz bastante desquebrajado,
guantes de ante, un sombrero que tenía
la forma del de un gendarme, y una
corbata negra. Tal era el pintoresco
traje, bajo el cual se presentó el per-
sonaje que llamó a la reja, preguntando
si era allí donde vivía el conde de Mon-
tecristo, y que, apenas hubo oído la
respuesta afirmativa del portero, se di-
rigió hacia la escalera.
La cabeza pequeña y angulosa de es-
te hombre, sus cabellos canos, su bigo-
te espeso y gris le hicieron reconocer
E Bautista, que ya tenía conocimien-
to de las señas del personaje que le es-
peraba en el vestíbulo. pues, ape-
nas pronunció su nombre, fué introdu-
cido en uno de los salones más senci-
llos.
El conde le esperaba allí y salió a su
encuentro con aire risueño.
q
ABL,
—¡ Oh ! Caballero, bien venido seáis.
Os esperaba.
—¿De veras? — dijo el mayor Ca-
valcanti—, ¿Me esperaba vuestra ex-
celencia ?
—$í, ful avisado de vuestra visita pa-
“a hoy a las siete.
—¿De mi visita? ¿Conque estabais
avisado?
—Perfectamente.
¡ Ah! Tanto mejor; temía, lo con-
for: ; yo creía que habrían olvidado es:
ta precauc ión.
—¿Cuál?
—La de avisaros.
—¡0h! ¡Nol