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“El mayor seguía esta postdata con una
ansiedad visible...
—¡ Bueno! — dijo Montecristo.
—Ha dicho bueno — murmuró el ma-
por—; conque... — repuso el mismo.
—¿Conque?... — preguntó Monte-
cristo.
—Conque la postdata...
—¡ Y bien! La postdata...
—¿Es acogida por vos tan favorable-
mente como el resto de la carta ?
—Seguramente. Ya nos entendere-
mos el abate Busoni y yo. Vos, según
veo, dabais mucha importancia a esa
postdata, señor Cavalcanti.
—Og confesaré — respondió el ma-
yor—, que, confiado en la carta del aba-
te Busoni, no me había provisto de
fondos; de suerte, que si me hubiese
fallado este recurso, me habría encon-
trado muy mal en Parls.
—¿Acaso un hombre como vos se
puede encontrar apurado en alguna
parte? — dijo Montecristo.
— Diablo! No conociendo a nadie...
—¡Oh! Pero a vos 08 conocen...
—$1, me conocen ; de suerte que...
—Acabad, querido Cavalcanti.
—¿De suerte que me entregaréis esos
cuarenta y ocho mil francos?
—Al momento.
El mayor no salía de su estupor.
—Pero sentaos—dijo Montecristo— ;
en verdad no sé en qué estoy pensan-
do... hace un cuarto de hora que os
tengo ahí de pie.
—No le hace, señor conde...
El mayor tomó un sillón y se sentó.
—Ahora — dijo el conde—, ¿queréis
tomar alguna cosa? ¿Un vaso de Je-
rez, de Oporto, de Alicante?
—De Alicante, puesto que os empe-
ñidis; es mi vinillo predilecto.
—Le tengo excelente; con un bizco-
chito, ¿no es verdad ?
—Con un bizcocho, ya que me obli-
gáis a ello.
Montecristo llamó ; se presentó Bau-
tista.
El conde se adelantó hacia él.
—¿Qué tracis? — preguntó en voz
baja.
—El joven está ahí — respondió el
criado en el mismo tono.
—Bien ; ¿dónde le habéis hecho en-
trar?
ALEJANDRO DUMAS
—Jin el salón azul, como habia man-
dado su excelencia.
—Perfectamente. Traed vino de Ali-
cante y bizcochos.
Bautista salió.
—En verdad — dijo el mayor—, os
molesto de una manera...
—;¡ Bah ! No lo creáis — dijo Monte-
cristo. .
Bautista entró con los vasos, el vino
y los bizcochos.
El conde llenó un vaso y derramó en
el segundo algunas gotas del rubí líqui-
do que contenía la botella cubierta de
telarañas y demás señales que indican
lo añejo del vino.
El mayor tomó el vaso lleno y un biz-
cocho.
El conde mandó a Bautista que colo-
case la botella junto a su huésped, que
vomenzó por gustar el Alicante con el
extremo de sus labios, hizo un gesto de
aprobación e introdujo delicadamente
el bizcocho en el vaso.
—¿ Conque, caballero — dijo Monte-
cristo—, vos vivíals en Luca, erals rl-
co, noble, gozabais de la consideración
general, teníais todo cuanto puede ha-
cer feliz a un hombre?
—Todo, excelencia — dijo el mayor
comiendo el bizcocho—, absolutamente
todo.
—¿Y no faltaba más que una cosa a
vuestra felicidad ?
—¡ Ay! Una sola — dijo el mayor.
—¿ Encontrar a vuestro hijo?
—¡ Ah ! — exclamó el mayor, toman-
do un segundo bizcocho—, eso única-
mente me faltaba.
El digno mayor levantó los ojos al
cielo e hizo un esfuerzo para suspirar.
—Ahora veamos, señor Cavalcanti
dijo el conde—, ¿de dónde os vino ese
hijo tan adorado? Porque a mí me ha-
bían dicho que vos hablais permaneci-
do en el celibato.
—Así creía, caballero — dijo el ma-
yor—, y yo mismo...
—$SÍ — repuso Montecristo—, y vos
mismo hablais acreditado ese rumor.
Un pecado de juventud que vos queríals
ocultar a los ojos de todos.
El mayor tomó el aire más tranquilo
y más digno que pudo, mientras bajaba
modestamente los ojos para asegurar su
aplomo o ayudar a su imaginación mi-