362 ALEJANDRO DUMAS
aquella mirada y cuánta desesperación
en aquellas lágrimas que rodaban por
sus mejillas inmóviles. ¡ Ah! Maximi-
liano, entonces experimenté una espe-
cie de remordimiento, me arrojé a sus
pies gritando : «¡ Perdón, perdón, pa-
dre mío! Harán de mí lo que quieran ;
pero no me separaré nunca de vos.»
Entonces levantó los ojos al cielo. Ma-
ximiliano, mucho puedo sufrir, pero
aquella mirada de mi abuelo me ha pa-
gado suficientemente todos mis sufri-
mientos.
—Querida Valentina, sois un ángel,
y en verdad, no sé cómo he merecido
la confianza que me hacéis. Pero, en
fin, veamos, ¿qué interés tiene mada-
ma de Villefort en que no os caséis?
—¿No habéis oído hace poco que os
dije que yo era rica, muy rica? Tengo
por mi madre cincuenta mil libras de
renta ; mi abuelo y mi abuela, el mar-
qués y la marquesa de Saint-Meran,
deben dejarme otro tanto. M. Noirtier
tiene a lo menos intenciones visibles de
hacerme su única heredera. De esto re-
sulta que, comparado conmigo mi her-
mano Eduardo, que no espera ninguna
fortuna por parte de su madre, es po-
bre. Ahora, pues, madama de Villefort
ama a este niño con adoración, y si yo
me hubiese hecho religiosa, toda mi
fortuna recala en su hijo.
—¡Oh! ¡Qué extraña es esa codicia
en una mujer joven y hermosa !
—Habéis de notar que no es por ella,
Maximiliano, sino por su hijo, y que lo
que le achacáis como un defecto, es ca-
si una virtud, mirado desde el punto de
vista de amor maternal.
—Pero veamos — dijo Morrel—, ¿y
si vos dejaseis gran parte de vuestra
fortuna a vuestro hermano?
—¿ Bero cómo se hace semejante pro-
posición, y sobre todo a una mujer que
tiene sin cesar en los labios la palabra
desinterés ?
—Valentina, mi amor ha permane-
cido sagrado siempre, y como todo lo
sagrado, yo lo he cubierto con el velo
de mi respeto, lo he encerrado en mi
corazón ; nadie en el mundo, ni mi
hermana, lo sospecha. ¿Me permitís
confíe a un amigo este,amor que no he
confiado a nadie en el mundo?
Valentina se estremeció,
—¿A un amigo? — dijo—. ¡0Oh,
Dios mío! ¡ Maximiliano, me estremez-
co sólo al oíros hablar así! ¡ A un ami-
go! ¿Y quién es ese amigo?
—Escuchad : ¿habéis sentido alguna
vez por alguna persona una de esas sim-
patías irresistibles que hacen que aun-
que las veáis por primera vez creáis co-
nocerla desde hace mucho tiempo, y 08
preguntéis a vos misma dónde y cuán-
do la habéis visto; tanto que, no pu-
diendo acordaros del lugar ni del tiem-
po, lleguéis a creer fué en un mundo
anterior al nuestro, y que esta simpatía
no es más que un recuerdo que se des-
pierta ?
—SÍ, ¡oh! sí.
—Pues bien ; eso es lo que yo lia ex-
perimentado la primera vez que be vis»
to a ese hombre extraordinario.
—¿Un hombre extraordinario?
—RÍ.
—¿A quien conocéis hace mucho?
—Hará unos ocho días apenas. y
—¿ Y llamáis amigo vuestro a una re-
lación de ocho días nada más? ¡Oh!
Maximiliano, os crela más avaro de ese
hermoso nombre de amigo.
—Tenéis razón, Valentina ; pero, de-
cid lo que queráis, nada me hará cam-
biar este sentimiento instintivo. Yo
creo que este hombre ha de intervenir
en todo lo bueno que envuelva mi por-
venir, que parece leer su mirada pro-
funda, y su poderosa mano dirigir.
—¿Acaso es adivino? — dijo son-
riendo Valentina.
—A fe mía — dijo Maximiliano—,
casi estoy tentado por creer que adivi-
na... sobre todo, el bien..
—¡Oh! — dijo Valentina sonriendo
tristemente—, mostradme a ese hom-
bre, Maximiliano ; sepa yo de él si seré
bastante amada para cuanto he sufrido.
—¡ Pobre amiga! Vos le conocéis.
—¿ Yo?
—£8l.
—¿ Quién es?
—Jis el mismo que ha salvado la vida
a vuestra madrastra y a su hijo.
—¿El conde de Montecristo?
—El mismo.
-——¡ Oh! — exclamó Valentina—. Ja-
más puede ser mi amigo; lo es dema-
slado de mi madrastra.
—¡ El conde amigo de vuestra ma-