364
de mis sentidos; no tengo otra cosa que
decir cuando me preguntan por qué
pondero este perfume; mi amistad ha-
cia él es extraña, como la suya hacia
mí. Una voz secreta me advierte que
hay algo más que casualidad en esta
amistad recíproca e Inprevista. Casi en-
cuentro alguna relación en sus menores
acciones, eb sus Inás secretos pensa-
mientos, con mis ucciones y mis pen-
samientos. Os vals a reir de mi, Valen-
tina ; pero desde que conozco a ese hon-
bre, se me ha ocurrido la idea absurda
de que todo el bien que me suceda no
puede emanar de nadie sino de él. Sin
embargo, he vivido treinta años sin ese
protector, ¿no es verdad? No importa ;
mirad un ejemplo: ¡Ll me ha convi-
dado a comer para el sábado! ¿No es
verdad? Nada más natural en el punto
de amistad en que nos hallamos. Pues
bien; ¿qué he sabido después? Vues-
tro padre está convidado a esta comida,
vuestra madre también irá. Yo me en-
contraré con ellos, ¿v quién sabe lo que
resultará de esta entrevista? Hstas son
circunstancias muy sencillas en la apa-
riencia ; sin embargo, yo veo en esto
una cosa que me asombra ; tengo en
ello una confianza extremada. Yo digo
para mí que el conde, ese hombre sin-
gular que todo lo adivina, ha querido
buscar una ocasión en que presentarme
a M. y madama de Villefort; y algu-
nas veces, os lo juro, procuro leer en
sus ojos si ha adivinado nuestro amor.
-—Amigo mio — dijo Valentina—, 08
tomaría por visionario, y temería ver-
daderamente por vuestra razón, si no
escuchase tan buenos razonamientos.
¡Cómo! ¿Creéis que no es casualidad
ese encuentro? En verdad, reflexionad-
lo bien. Mi padre, que no sale nunca,
ha estado a punto de rehusar esa invi-
tación más de diez veces; pero mada-
ma de Villefort, que desea ardiente-
mente ver en su casa a ese hombre ex-
traordinario, obtuvo con mucho traba-
jo que la acompañase. No, no, creed-
me, excepto a vos, Maximiliano, no
tengo a nadie a quien pedir que me so-
corra en el mundo más que mi abuelo,
un cadáver.
—Conozco que tenéis razón, Valen-
tina, y que la lógica está a favor vues-
tro — dijo Maximiliano—; pero vues-
'ALEJANDRO DUMAS
tra dulce voz, tan poderosa siempre pa-
ra mí, hoy no me convence.
—Ni la vuestra a mí tampoco — dijo
Valentina—, y confieso que como no
tengáis más ejemplos que citarme...
—Uno tengo — dijo Maximiliano,
dudoso—; pero en verdad, Valentina,
me veo obligado a confesarlo, es más
absurdo que el primero.
—Tanto peor — dijo Valentina
riendo,
—Y, sin embargo — continuó Mo-
rrel—, no es menos concluyente para
mí, hombre de inspiración y sentimien-
to, que en diez años que hace que sir-
vo, he debido la vida varias veces
uno de esos instintos que os dicen gue
hagáis un movimiento hacia atrás o
hacia adelante, para que la bala que
debía mataros pase más alta o más la-
deada.
—Querido Maximiliano, ¿por qué no
atribuir a oraciones ese alejamiento do
las balas? Cuando estáis fuera, no es
por mí por quien ruego a Dios y a mi
madre, sino por vos.
—Si, desde que 0s conozco — dijo
Morrel sonriendo— ; ¿pero y antes de
que os conociese, Valentina?
—Veamos, puesto que nada queréis
deberme, ingrato, veamos ese ejemplo
que confesáis que es absurdo.
—; Pues bien ! Mirad por las rendijas
de las tablas aque) caballo nuevo en
que he venido hoy.
—¡ Oh ! ¡ Qué hermoso animal | — ex-
clamó Valentina—, ¿por qué no le ha-
béis traído junto a la reja para contem-
plarlo mejor?
—En efecto, como veis es un ani-
mal de gran valor dijo Maximilia-
no—. ¡Bueno! Vos sabéis que mi for-
tuna es limitada, y que soy lo que se
lama un hombre arreglado. ¡Pues
bien! Yo había visto en casa de un
mercader de caballos, ese magnífico
Medeah, asi le llamo. Pregunté cuán-
to valía, me respondieron que cuatro
mil quinientos francos ; como compren-
deróis, yo me abstuve de comprarlo en
algún tiempo, y me fuí, lo confieso,
bastante triste, porque el caballo me
miró con ternura, me había acariciado
con su cabeza, y me había hecho mil
corvetas, cuando lo probé, del modo más
agradable que darse puede. Aquella
son-