Full text: Tomo 1 (1)

36€ - ALEJANDRO DUMAS 
faltábale movimiento al brazo, sonido a 
la voz, actitud al cuerpo ; pero aquellos 
ojos suplían a todo ; él mandaba con los 
ojos, daba gracias con los ojos también, 
era un cadáver con los ojos animados, 
y nada era más espantoso que aquel 
rostro de mármol, cuyos ojos expresa- 
ban unas veces la cólera, otras la ale- 
gría ; tres personas únicamente sabían 
comprender el lenguaje del pobre pa- 
ralítico : Villefort no le vela sino muy 
rara vez, y, por decirlo así, cuando no 
tenía otro remedio; como cuando le 
veía, no procuraba complacerle com- 
prendiéndole, toda la felicidad del an- 
ciano reposaba en su nieta, y Valenti- 
na había logrado, a fuerza de cariño y 
constancia, comprender por la mirada 
todos los pensamientos del anciano; a 
este lenguaje mudo e ininteligible para 
otro cualquiera, respondía con toda su 
voz, toda su fisonomía, toda su alma ; 
de suerte, que se entablaban diálogos 
animados entre aquella joven y aquel 
sadáver, que era, sin embargo, un hom- 
bre de un talento inmenso, de una pe- 
netración inaudita, y de una voluntad 
tan poderosa como puede serlo el alma 
encerrada en una materia por la cual 
ha perdido el poder de hacerse obedecer. 
Valentina había resuelto el extraño 
problema de comprender el pensamien- 
to del anciano y hacerle que entendie- 
ra el suyo, y gracias a este estudio, ni 
siquiera una palabra 'dejaban de com- 
prender tanto uno como otra. 
lin cuanto al criado, como después 
de más de veinte años, según hemos di- 
cho, servía a su amo, conocía tan bien 
todas sus costumbres, que rara vez te- 
nía que pedirle algo Noirtier. 
Pero no necesitaba Villefort los 
socorros ni de uno ni de otro, para en- 
tablar con su padre la extraña conver- 
sación que venia a provocar. 
"También él conocía el vocabulario 
del anciano, y sl no se servía de él con 
más frecuencia era por fastidio o por 
negligencia. 
Dejó, pues, bajar al jardín a Valen- 
tina, alejó a Barrois, y después de ha- 
ber tomado asiento a la derecha de su 
padre, mientras que madama de Ville- 
fort se sentaba a la izquierda, exclamó : 
—Señor, no os admiréis que Valen- 
tina no haya subido con nosotros, y que 
yo haya mandado alejar a Barrois, por- 
que la conferencia que vamos a tener 
juntos es de esas que no pueden pasar 
delante de una joven o de un criado; 
madama de Villefort y yo tenemos que 
haceros una comunicación. 
El rostro de Noirtiey permaneció im- 
pasible durante este rreámbulo ; en va- 
no procuró Villefort penetrar los pen- 
samientos profundos del anciano en 
aquel momento. 
—Esta comunicación — continuó el 
procurador del rey con un tono que pa- 
recía no sufrir ninguna alteración—, 
estamos seguros madama de Villefort 
y yo que os agradará. 
El anciano seguía impasible, si bien 
no perdía una sola palabra. 
—Caballero — repuso Villefort—, ca-, 
samos a Valentina. 
Una figura de cera no permanecería 
más fría al oír esta noticia que el ros- 
tro del anciano. 
—El casamiento se verificará dentro 
de tres meses — repuso Villefort, 
Madama de Villefort tomó a su vez 
la palabra, y se apresuró a añadir : 
—Hemos creído que esta noticia se- 
ría de algún interés para vos, señor ; 
por otra parte, Valentina ha parecido 
merecer slempre vuestro afecto; sola- 
mente nos resta deciros el nombre del 
joven que se le ha destinado. Es uno 
de los mejores partidos a que puede as- 
pirar; una buena fortuna y perfectas 
garantías de felicidad en la conducta 
y los gustos del que la destinamos, y 
cuyo nombre no debe seros desconocl- 
do. Se trata de M. Franz de Quesnel, 
barón de Epiney. 
Villefort, durante estas palabras de 
su mujer, fijaba sobre el anciano una 
mirada más atenta que nunca. Cuando 
madama de Villefort pronunció el nom- 
bre de Franz, los ojos de Noirtier, que 
tanto conocía su hijo, se estremecieron, 
y dilatándose los párpados como hubie- 
ran podido hacerlo los labios para dejar 
salir una palabra, dejaron salir una 
chispa. 
El procurador del rey, que conocía 
las antiguas enemistades de política 
que habían existido entre su padre y 
el padre de Franz, comprendió este fue- 
go y esta agitación ; pero, sin embargo, 
la dejó pasar como inadvertida, y vol-
	        
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