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EL CONDE DE
mi no me gusta hacer de patriarca de
mi casa, y que jamás he creído que la
suerte del Universo dependiese de un
movimiento de mi cabeza. Sin embar-
go, importa que mis decisiones sean
respetadas en mi familia, y que la locu-
ra de un anciano y el capricho de una
niña no destruyan un proyecto fijo en
mi imaginación hace muchos años. Hl
barón de Epiney era mi amigo, y una
alianza con su hijo 3ería muy conve-
niente.
—¿No credis — dijo madama de Vi-
llefort—, que Valentina esté de acuer-
do con él?... En efecto, siempre ha
sido opuesta a ese casamiento, y no me
admiraría que todo lo que acabamos de
presenciar fuese un plan concertado en-
bre ellos.
—Señora — dijo Villefort—, creed-
me, nose renuncia así a una fortuna
de novecientos mil francos.
—Renunciaba al mundo, caballero,
puesto que hace un año quería entrar
en un convento.
—No importa — repuso Villefort—,
repito que ese casamiento se hará, se-
ÑOra.
—;¡ A pesar de la voluntad de vuestro
padre! — dijo madama de Villefort,
atacando otra cuerda.
—¡ Eso es muy grave!
Montecristo hacia como que no es-
cuchaba y, sin embargo, no perdía pa-
labra de lo que hablaban.
—Señora — repuso Villefort—, pue-
do decir que siempre he respetado a mi
padre, porque al sentimiento natural de
la descendencia iba unido en mí el con-
vencimiento de su superioridad moral,
porque al fin un padre es sagrado bajo
dos conceptos: sagrado como nuestro
creador, sagrado como nuestro dueño;
pero hoy debo renunciar a reconocer
inteligencia en el anciano que, por un
simple recuerdo de odio contra el pa-
dre, persigue así al hijo; sería, pues,
ridículo para mí conformar mi conducta
a sus caprichos. Seguiré siempre res-
petando a M. Noirtier. Sufriré sin que-
jarme el castigo pecuniario que me 1m-
pone; pero permaneceré firme en mi
voluntad, y el mundo apreciará de parte
de quién estaba la razón. En fin, yo ca-
saró a mi hija con el barón Franz de Epl-
hey, porque este casamiento es, a mi
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juicio, bueno, y, sobre todo, porque es
mi voluntad.
-— Y qué! — dijo el conde, cuya
aprobación había solicitado con una mi-
rada el procurador del rey—, ¡y qué!
¡ M. Noirtier deshereda a mademoiselle
Valentina porque se va a casar con el
señor barón Franz de Epiney !
—, Oh ! Sí, sí, señor ; ésa es la razón
— dijo Villefort encogiéndose de hom-
bros.
—La razón visible, a lo menos —
añadió madama de Villefort.
—La razón real, señora. Yo conozco
a mi padre.
—¿ Cómo se concibe eso? — agregó la
joven—. ¿En qué puede desagradar
M. de Epiney a M. de Noirtier?
—En efecto — dijo el conde—; he
conocido a M. Franz de Epiney, el hijo
del general Quesnel ; ¿no es verdad que
fué hectio barón por el rey Carlos X?
—Justamente — repuso Villefort.
—Pues bien... Es un joven encanta-
dor, a mi parecer.
—¡Oh! Estoy segura de que no es
más que un pretexto— dijo madama
de Villefort—; los ancianos son muy
tercos, y M. de Noirtier no quiere que
su nieta se case.
—Pero — dijo Montecristo—, ¿noO
sabdis la causa de ese odio?
—¡ Oh! ¿Quién puede saber?...
—¿ Alguna antipatía política tal vez?
—En efecto ; mi padre y el de M. de
Epiey han vivido en tiempos revuel-
tos, de que yo no he visto más que los
últimos días — dijo Villefort.
—¿No era bonapartista vuestro pa-
dre? — preguntó Montecristo—. Úreo
acordarme de que vos me habíais dicho
una cosa por ese estilo.
—Mi padre ha sido jacobino ante to-
do— repuso Villefort—, y la túnica de
senador que le puso sobre los hombros
Napoleón no hacía más que disfrazar
el antiguo hombre, aunque sin cam-
biarlo. Cuando mi padre conspiraba, no
era por el emperador; era contra los
Borbones.
—Pues bien — dijo Montecristo—,
eso es; M. de Noirtier y M. de Epiney
se habrán encontrado en esas trifnicas
políticas. 1l general Epiney, aunque
sirvió a Napoleón, tenía en el fondo del
corazón sentimientos realistas, y fué