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—Basta ; ¡esto es ya demasiado l—
murmuró Villefort.
Su frente se obscurecía cada vez más,
a medida que llegaba al final de la car-
ta; sus labios blancos, sus manos tré-
mulas y sus 0]08 ardientes, hacian sufrir
2 Dantés las más os 28 emoc nos
Después de esta lectura, Villefort
jó caer la cabeza entre sus manos, y per-
maneció cierto espacio de tiempo ano-
nadado.
—¡ Oh Dios mio! ¿Qué significa eso
señor ?—preguntó tímidamente Dantés.
Villefort no respondió ; pero al cabo
de algunos instantes, levantó su rostro
pá lido y descompuesto, y volvió a leer,
por segunda vez, aquella malhad: da
carta.
—¿ Y decís que no sabíais el conteni-
do de esta carta ?—replicó Villefort.
—KRepito y juro por mi honor que lo
jgnorab: —dijo Dantés—. Pero, |
mio! ¿qué es lo que tenéis? ¿Os habéis
puesto malo? ¿Queréis que llame? ?
-No, no, lei dijo Villefort le-
wvantándose vivamente—, no metáis rul-
do, no pronunciéis una palabra siquiera,
yo soy y no vos el que aquí debe dar
órdenes.
-Señor—dijo Dantés un tanto herido
en su amor propio—, sólo era para soco-
rreros, perdonad.
—Nada necesito, no ha sido más que
tun ligero desvanecimiento, ocupaos en
vos y no en mi; responded.
Dantés esperó que le preguntase do
muevo ; pero inútilmente ; Villefort vol-
vió a caer sobre su sillón, pasó una ma-
mo helada por su frente, anegada en su-
dor, y se puso a leer la carta por tercera
vez
—¡0h! ¡Si él sabe lo que contiene
esa carta — murmuró—, y llega a com-
prender alguna vez que Noirtier es el
padre de Villefort, estoy perdido, per-
cie? ) para siempre !
Y de cuando en cuando lanzaba ávi-
das miradas a Edmundo, como sli aque-
llas miradas hubiesen podido quebran-
tar esa barrera invisible que encierra en
el corazón los secretos que guardan los
de-
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labios.
—¡ Oh ! No vacilemos — exclamó de
repente.
—Pero, en nombre del Cielo, señor
imagistrado—replicó el desgr: iciado jO-
ALEJANDRO DUMAS
ven—, sl dudáis, si sospecháis de mí, in-
terrogadme ; estoy pronto a responder.
Villefort hizo un violento esfuerzo so-
bre sí mismo, y en un tono aparente-
mento tranquilo, dijo ,
—Caballero, de la declaración que ha-
béis prestado, resultan vOS gl
vísimos cargos ; yo no soy dueño, como
hace poco creía, de devolveros la liber-
tad ; por lo tanto, antes de tomar por
mí mismo semejante medida, debo con-
sultar al juez de instrucción. Con
pecto a mi, ya sabéis del modo con que
os he tratado,
—¡ Oh! Sí, señor magistrado—excla-
mó Dantés—, y os lo agradezco infini-
to, porque más bien habéis sido para mi
un amigo que un juez
—Pues bien; voy a deteneros aquí
aleún tiempo, lo menos que pueda ; el
principal cargo que existe contra vos es
esta carta, y ahora veréis...
Villefort acercó a la chimenea,
arrojó al fuego la carta, y permaneció
allí hasta que se hubo reducido a ce-
NIZas.
—Ya lo veis, queda destruida.
—¡ Oh! exclamó Dantés ¡ Sole
más que la justicia, sois la bondad mis-
ma !
—Pero, escuchadme—prosiguió Ville.
fort—, después de semejante acto, bien
comprenderéigs que podéis tener con-
fianza en mí, ¿no es eso?
—¡ Ah! caballero; mandadme y ses
guiré exactamente vuestras órdenes. i
—No—dijo Villefort acercándose al
joven—, no, no son órdenes las que
quiero daros, son consejos.
“Pues bie n, los obedeceré
fueran órdenes.
—Voy a deteneros hasta la tarde en el
Palacio de Justicia ; quizá venga algún
otro a interrogaros. Decid todo lo que
habéis dicho, pero guardaos de hablar
una palabra tan sólo de la carta.
—Os lo prometo, señor magistrado.
Villefort era quien parecía suplicar ;
el acusado era el que tranquilizaba al
juez.
—Ya diana —dijo éste echan.
do una mirada a las cenizas que consera
vaban aún la forma del papel y que re-
voloteaban sobre las llamas— ; esta cara
ta está ya aniquilada ; sólo vos y yo sa.
bemos que tal Eo ha existido, nunca '
ontr:
ta d-
res-
se
como si