Full text: Tomo 1 (1)

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—Basta ; ¡esto es ya demasiado l— 
murmuró Villefort. 
Su frente se obscurecía cada vez más, 
a medida que llegaba al final de la car- 
ta; sus labios blancos, sus manos tré- 
mulas y sus 0]08 ardientes, hacian sufrir 
2 Dantés las más os 28 emoc nos 
Después de esta lectura, Villefort 
jó caer la cabeza entre sus manos, y per- 
maneció cierto espacio de tiempo ano- 
nadado. 
—¡ Oh Dios mio! ¿Qué significa eso 
señor ?—preguntó tímidamente Dantés. 
Villefort no respondió ; pero al cabo 
de algunos instantes, levantó su rostro 
pá lido y descompuesto, y volvió a leer, 
por segunda vez, aquella malhad: da 
carta. 
—¿ Y decís que no sabíais el conteni- 
do de esta carta ?—replicó Villefort. 
—KRepito y juro por mi honor que lo 
jgnorab: —dijo Dantés—. Pero, | 
mio! ¿qué es lo que tenéis? ¿Os habéis 
puesto malo? ¿Queréis que llame? ? 
-No, no, lei dijo Villefort le- 
wvantándose vivamente—, no metáis rul- 
do, no pronunciéis una palabra siquiera, 
yo soy y no vos el que aquí debe dar 
órdenes. 
-Señor—dijo Dantés un tanto herido 
en su amor propio—, sólo era para soco- 
rreros, perdonad. 
—Nada necesito, no ha sido más que 
tun ligero desvanecimiento, ocupaos en 
vos y no en mi; responded. 
Dantés esperó que le preguntase do 
muevo ; pero inútilmente ; Villefort vol- 
vió a caer sobre su sillón, pasó una ma- 
mo helada por su frente, anegada en su- 
dor, y se puso a leer la carta por tercera 
vez 
—¡0h! ¡Si él sabe lo que contiene 
esa carta — murmuró—, y llega a com- 
prender alguna vez que Noirtier es el 
padre de Villefort, estoy perdido, per- 
cie? ) para siempre ! 
Y de cuando en cuando lanzaba ávi- 
das miradas a Edmundo, como sli aque- 
llas miradas hubiesen podido quebran- 
tar esa barrera invisible que encierra en 
el corazón los secretos que guardan los 
de- 
108 
labios. 
—¡ Oh ! No vacilemos — exclamó de 
repente. 
—Pero, en nombre del Cielo, señor 
imagistrado—replicó el desgr: iciado jO- 
ALEJANDRO DUMAS 
ven—, sl dudáis, si sospecháis de mí, in- 
terrogadme ; estoy pronto a responder. 
Villefort hizo un violento esfuerzo so- 
bre sí mismo, y en un tono aparente- 
mento tranquilo, dijo , 
—Caballero, de la declaración que ha- 
béis prestado, resultan vOS gl 
vísimos cargos ; yo no soy dueño, como 
hace poco creía, de devolveros la liber- 
tad ; por lo tanto, antes de tomar por 
mí mismo semejante medida, debo con- 
sultar al juez de instrucción. Con 
pecto a mi, ya sabéis del modo con que 
os he tratado, 
—¡ Oh! Sí, señor magistrado—excla- 
mó Dantés—, y os lo agradezco infini- 
to, porque más bien habéis sido para mi 
un amigo que un juez 
—Pues bien; voy a deteneros aquí 
aleún tiempo, lo menos que pueda ; el 
principal cargo que existe contra vos es 
esta carta, y ahora veréis... 
Villefort acercó a la chimenea, 
arrojó al fuego la carta, y permaneció 
allí hasta que se hubo reducido a ce- 
NIZas. 
—Ya lo veis, queda destruida. 
—¡ Oh! exclamó Dantés ¡ Sole 
más que la justicia, sois la bondad mis- 
ma ! 
—Pero, escuchadme—prosiguió Ville. 
fort—, después de semejante acto, bien 
comprenderéigs que podéis tener con- 
fianza en mí, ¿no es eso? 
—¡ Ah! caballero; mandadme y ses 
guiré exactamente vuestras órdenes. i 
—No—dijo Villefort acercándose al 
joven—, no, no son órdenes las que 
quiero daros, son consejos. 
“Pues bie n, los obedeceré 
fueran órdenes. 
—Voy a deteneros hasta la tarde en el 
Palacio de Justicia ; quizá venga algún 
otro a interrogaros. Decid todo lo que 
habéis dicho, pero guardaos de hablar 
una palabra tan sólo de la carta. 
—Os lo prometo, señor magistrado. 
Villefort era quien parecía suplicar ; 
el acusado era el que tranquilizaba al 
juez. 
—Ya diana —dijo éste echan. 
do una mirada a las cenizas que consera 
vaban aún la forma del papel y que re- 
voloteaban sobre las llamas— ; esta cara 
ta está ya aniquilada ; sólo vos y yo sa. 
bemos que tal Eo ha existido, nunca ' 
ontr: 
ta d- 
res- 
se 
como si
	        
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