EL CONDE DE
ba la proa; echó en seguida una cuer-
da, y Dantés comprendió que ha-
bían llegado al término de la fatal tra-
vesía, y que amarraban el esquife. Efec-
tivamente ; los que le custodiaban, que
le tenían agarrado por el brazo, le obli-
garon a levantarse, a bajar a tierra, y le
condujeron hacia las gradas por donde
se sube a la puerta de la ciudadela, mien-
tras que el municipal, armado también
de su carabina con la bayoneta calada,
seguía detrás de él.
Dantés, por su parte, no hizo resis-
tencia alguna, su dejadez provenía más
bien de inercia que de oposición. Esta-
ba aburrido y caminaba con inseguro y
vacilante paso, a semejanza de una per-
sona cuya cabeza no está segura. Vió
de nuevo soldados que se formaban, sin-
tió escaleras que le obligaban a levantar
los pies, notó que pasaba por una puer-
la, y que ésta se volvió a cerrar detrás
de él; pero todo esto maquinalmente,
como al través de una densa bruma, sin
distinguir nada con claridad. Tampoco
divisaba el mar, ese inmenso dolor de
08 presos que. contemplan el espacio
con el terrible sentimiento de no poder
atravesarlo. Se detuvieron un instante,
durante el cual trató de reunir sus re-
cuerdos.
Miró a su alrededor, y vió que se ha-
llaba en un patio cuadrado, cerrado por
cuatro elevadas paredes ; tan sólo se oía
el paso lento y regular de los centinelas,
y cada vez que pasaban por delante de
dos o tres reflejos que proyectaba sobre
las murallas el resplandor de dos o tres
luces que ardían en el interior del cas-
tillo, velase relucir el cañón de sus fu-
silos.
.. Esperaron allí como por espacio de
diez minutos. Seguros los gendarmes de
que Dantés no podía, escaparse, le sol-
taron ; parecían aguardar aleunas órde-
bes, las cuales, por último, llegaron.
—¿Dónde está el preso ?—preguntó
Una voz,
—Aquí le tenéis — respondieron los
gendarmes.
. —Que me siga ; voy a conducirle a su
departamento.
. “1d — dijeron los gendarmes empu-
jando a Dantés.
El preso siguió a su conductor, que le
levó, en efecto, a una sala casi gubte-
MONTECRISTO 45
rránea, cuyas negras y húmedas pareden
parecían estar impregnadas en un vapor
de lágrimas. Una especie de lámpara
colocada sobre un banquillo, y cuya me-
cha nadaba en medio de una grasa féxw
tida, iluminaba al guía de Dantés, espe-
cie de llavero malísimamente vestido y
de repugnante aspecto.
—He aquí vuestro cuarto para esta
noche—dijo—; ya es tarde y el señor
gobernador está acostado; mañana
cuando despierte y tome conocimiento
de las órdenes que le hayan dado, quizá
os mudará de habitación ; entretanto,
aquí tenéis un cántaro con agua, un po-
co de paja en aquel rincón, donde po-
déis acostaros, y un pedazo de pan ; es
todo lo que un preso puede desear. Van
ya, buenas noches.
Antes que Dantés hubiera pensado en
contestar ; antes que hubiese mirado el
sitio donde el carcelero colocaba el pan
y el cántaro ; antes que hubiese dirigido
la vista hacia el paraje donde se hallaba
el montón de paja que había de servir-
le de lecho, el carcelero había cogido la,
lámpara y arrebatándole aquel pálido re-
flejo que le mostrara, como a la luz de
un relámpago, los muros ennegrecidos
de su prisión.
Entonces se encontró solo en medio
de las tinieblas ; tan silencioso, tan mu-
do y tan sombrío como aquellas bóve-
das, cuyo frío glacial había helado su
'alonturienta frente.
Cuando los primeros rayos de la au-
rora hubieron penetrado en aquella es-
pecie de obscura cueva, el carcelero vol-
vió con la orden de dejar al preso don-
de estaba.
Dantés no había cambiado de lugar ;
parecía que una mano de hierro le ha-
bía clavado en el mismo sitio en que la
víspera se había detenido ; únicamente
sus ojos estaban ocultos bajo sus párpa-
dos, hinchados bajo el húmedo vapor de
sus lácrimas ; permanecía inmóvil y con
la vista fija en el suelo.
De este modo había pasado la noche,
en pié, y sin dormir un solo instante,
El carcelero se acercó a él ; recorrió toda
la estancia sin que Edmundo lo advir-
tiese siquiera, y dándole después un gol-
pecito en el hombro, golpe que le hizo
estremecer, le preguntó :
—¿No habéis dormido?