EL CONDE DE
—Decid al conde de Salvieux que le
Cspero aquí — dijo el marqués—. Ahora
podéis marchar cuando gustéis—añadió
dirigiéndose a Villefort.
—Bueno, al instante vuelvo,
Y Villefort salió corriendo ; pero al
egar a la puerta reflexionó que un subs-
tituto del procurador del rey, andando a
pasos precipitados sería motivo de alar-
Ma en la población, y por lo tanto, mo-
eró su andar, volviendo a tomar su pa-
$0 magistral. Al tiempo de salir divisó,
Oculta en la sombra, una especie de
lanco fantasma, que le esperaba en
Ple e inmóvil. Era la joven catalana, que
Do teniendo noticias de Edmundo, se
escapó por la noche del Faro, para saber
Por sí misma la causa de la prisión de
Su amante. Al aproximarse Villefort,
lercedes se separó de la pared sobre la
cual estaba recostada, saliendo al en-
Suentro de aquél. Dantés habla ya ha-
lado de su prometida al substituto, de
Modo que ésta no tuvo necesidad de de-
Cr su nombre, para que Villefort la re-
Conociese. Este se sorprendió de la be-
eza y dignidad de aquella mujer, y
Cuando le preguntó qué había sido de
su amante, le pareció que él era el acu-
sado y ella el juez.
—El hómbre de quien habláis—dijo
bruscamente Villefort—, es un gran cul-
Pable, y nada puedo hacer por él, se-
orita.
. Mercedes dejó escapar un gemido, y
como Villefort procurase pasar al otro
ado, para continuar su camino, ella le
detuvo por segunda vez.
—Pero, ¿dónde está? — preguntó—.
1 Decidme eso a lo menos, para que pue-
“a informarme si está vivo o muerto !
aÑo lo sé ; ya no está en mi poder
Tespondió Villefort.
Violentado al ver aquella mirada fija y
Buplicante, rechazó a Mercedes y entró
en su casa cerrando precipitadamente la
Puerta, dejando a aquella infeliz entre-
gada a la desesperación.
Mas el dolor no se puede alejar como
58 quiere ; a semejanza de dardo mortí-
*ro, del cual nos habla Virgilio, el hom-
da herido por aquél lleva siempre el ve-
Do consigo.
Á pesar de haber Villefort entrado y
PT e puerta, según hemos dicho,
egó a su gabinete le faltaron
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las fuerzas, arrojó un suspiro y se dejá
caer desfallecido sobre su sitial.
Entonces, en el fondo de aquel «oras
zón nació el primer germen de una úlces
Ta mortal. El hombre que sacrificó a su
ambición al inocente Edmundo, que pax
gaba por su culpable padre el señor Noir.
tier, se le apareció pálido y amenazador y
dando la mano a su prometida, arrasx
trando tras sí los remordimientos ; ese
sonido siniestro y doloroso que hiere al
gunas veces el corazón y le marchita
con sólo el recuerdo de una acción pax
sajera, produciendo sensaciones que terx=
minan con la muerte. '
Entonces también penetró en el alma
de aquel hombre la duda. El había dicx
tado la pena capital contra algunos acu.
sados, y el recuerdo de su suplicio nd
había obscurecido su frente, porque eran
culpables, o por lo menos Villefort log
tenía por tales. Mas ahora variaba la
cuestión ; aquella sentencia de encierra
perpetuo era impuesta a un inocente y
inocente que iba a ser feliz, y de quien!
no sólo destruía la libertad, sino la dix
cha; esta vez no obraba como juez, y
si más bien como verdugo.
La herida que había recibido Ville=
fort, era de esas que no se cierran nun-
ca, y si se clerran, no es más que paral
volverse a abrir todavía más sangrien=
tas y más dolorosas que antes. Si en
aquel momento la dulce voz de Renée
hubiese resonado en su alma, pidiéndole
gracias ; si la hermosa Mercedes hubie=
se entrado diciéndole : «En nombre dal
Dios, que nos mira y nos juzga, devolx
vedme a mi prometido», entonces, aque
lla frente arrugada y medio inclinada
por la necesidad, se hubiera bajado to=
davia más, y con sus manos heladas, a
riesgo de lo que pudiera resultar, hu-
biera firmado la orden de libertad para
Dantés ; pero ninguna voz se oyó on
medio del silencio, y la puerta no se
abrió más que para dar entrada al ayu=
da de cámara de Villefort, que vino y
anunciarle que ya estaban enganchados
los caballos a la silla de posta.
El substituto se levantó inmediata-
mente ; como un hombre que triunfa de
una lucha interior, se dirigió a su gave-
ta, colocó en sus bolsillos todo el ora
que habla en uno de sus cajones, em-
pezó a dar vueltas por el cuarto coma