EL CONDE DE
Los ojos de éste se humedecieron con
úna lágrima de orgullosa alegría ; tomó
la cruz y la besó.
—Y ahora — preguntó—, ¿cuáles son
las órdenes que tendré el honor de reci-
bir de Vuestra Majestad ?
—Podéis retiraros a descansar y,
cuando queráis, marchaos después a
Marsella, donde podréis serme útil,
—Señor — respondió Villefort incli-
nándose respetuosamente—, dentro de
una hora habré salido de París.
—Marchad, caballero — dijo el rey—,
y si por casualidad me olvido de vos (la
memoria de los reyes es frágil), no vaci-
léis en haceros presente. Señor barón,
mandad que vayan a buscar al ministro
de la Guerra ; vos, Blacas, quedaos.
—¡ Oh! caballero — dijo el ministro
de la Policía a Villefort al salir de las
Tullerías—, ¡ entráis por buena puerta y
podéis contar con que vuestra fortuna
está ya hecha !
—¿ Durará mucho? — murmuró Vi-
lefort saludando al ministro y buscan-
do con la vista algún carruaje.
Casualmente pasó por allí en aquel
momento uno de alquiler. Villefort se
metió en él y diez minutos después en-
traba en su casa.
Mandó preparar sus caballos para
dentro de dos horas y ordenó que le sir-
vieran el desayuno ; iba a sentarse a la
mesa, cuando el timbre de la campani-
lla resonó fuertemente a impulsos de una
mano fuerte y vigorosa. El camarero fué
a abrir, y Villefort, que a todo prestaba
atención, oyó una voz que pronunciaba
su nombre.
—¿ Quién puede saber que estoy aqui?
—se preguntó el joven.
En este momento entró el camarero.
-— Y bien !—dijo Villefort—. ¿Quién
hay? ¿Quién ha llamado? ¿Quién pre-
gunta por mí?
—Un extranjero que no quiere decir
su nombre.
—¡ Cómo! ¡Un extranjero que no
quiere decir su nombre! ¿Y qué me
quiere ?
—Desea hablaros.
—¿A mí?
—5Í, señor.
—¿ Y ha dicho mi nombre?
—Perfectamente.
—¿ Y qué traza tiene?
MONTECRISTO 59
—Es un hombre de unos cincuenta
años de edad.
—¿ Alto o bajo?
—Vendrá a tener poco más O menos
vuestra misma estatura.
-—¿ Moreno o blanco?
—Moreno, muy moreno ; de cabellos,
ojos y cejas negros, y patillas del mismo
color.
—¿ Y cómo va vestido ?—preguntó vi-
vamente Villefort.
—Lleva una levita azul abotonada de
arriba abajo, y está condecorado con
la Legión de Honor.
—El es — murmuró Villefort palide-
ciendo.
—¡ Eh! ¡ Diantre! — dijo el indivi-
duo cuyas señas hemos dado por dos ve-
ces, apareciendo en el umbral de la puer-
ta—. ¡ Pues, hombre, me gusta la frescu-
ra! ¿Es costumbre en Marsella el que
los hijos manden hacer antesala a los
padres ?
—¡ Padre mio! — exclamó Ville.
fort—; no me había equivocado: me
figuré que seríais vos.
—Pues si te lo figuraste — replicó el
recién venido colocando su bastón en
un rincón y su sombrero en una silla—,
permíteme que te diga, mi querido Ge-
rardo, que ésa es una razón para no ha-
berme hecho esperar de esa manera.
——Dejadnos solos, Germán — dijo Vi-
llefort.
El camarero salió dando visibles
muestras de asombro.
XIT.—El padre y el hijo.
El señor de Noirtier, porque él era
en efecto el que acababa de entrar, si-
guió con la vista al criado hasta que hu-
bo cerrado la puerta ; pero temiendo, sin
duda, que se quedase escuchando en la
antesala, fué a abrir detrás de él; la
precaución no era inútil, y la rapidez
con que se retiró Germán, probó que no
estaba exento del pecado que perdió a
nuestros primeros padres. El señor de
Noirtier se tomó entonces el trabajo de
cerrar por sí mismo, perfectamente, t0=
das las puertas, y después de concluida
esta operación, presentó afectuosamen.
te su mano a Villefort, que había se-
guido todos gus movimientos con la ma.
yor sorpresa.