Full text: Tomo 1 (1)

EL CONDE DE 
Los ojos de éste se humedecieron con 
úna lágrima de orgullosa alegría ; tomó 
la cruz y la besó. 
—Y ahora — preguntó—, ¿cuáles son 
las órdenes que tendré el honor de reci- 
bir de Vuestra Majestad ? 
—Podéis retiraros a descansar y, 
cuando queráis, marchaos después a 
Marsella, donde podréis serme útil, 
—Señor — respondió Villefort incli- 
nándose respetuosamente—, dentro de 
una hora habré salido de París. 
—Marchad, caballero — dijo el rey—, 
y si por casualidad me olvido de vos (la 
memoria de los reyes es frágil), no vaci- 
léis en haceros presente. Señor barón, 
mandad que vayan a buscar al ministro 
de la Guerra ; vos, Blacas, quedaos. 
—¡ Oh! caballero — dijo el ministro 
de la Policía a Villefort al salir de las 
Tullerías—, ¡ entráis por buena puerta y 
podéis contar con que vuestra fortuna 
está ya hecha ! 
—¿ Durará mucho? — murmuró Vi- 
lefort saludando al ministro y buscan- 
do con la vista algún carruaje. 
Casualmente pasó por allí en aquel 
momento uno de alquiler. Villefort se 
metió en él y diez minutos después en- 
traba en su casa. 
Mandó preparar sus caballos para 
dentro de dos horas y ordenó que le sir- 
vieran el desayuno ; iba a sentarse a la 
mesa, cuando el timbre de la campani- 
lla resonó fuertemente a impulsos de una 
mano fuerte y vigorosa. El camarero fué 
a abrir, y Villefort, que a todo prestaba 
atención, oyó una voz que pronunciaba 
su nombre. 
—¿ Quién puede saber que estoy aqui? 
—se preguntó el joven. 
En este momento entró el camarero. 
-— Y bien !—dijo Villefort—. ¿Quién 
hay? ¿Quién ha llamado? ¿Quién pre- 
gunta por mí? 
—Un extranjero que no quiere decir 
su nombre. 
—¡ Cómo! ¡Un extranjero que no 
quiere decir su nombre! ¿Y qué me 
quiere ? 
—Desea hablaros. 
—¿A mí? 
—5Í, señor. 
—¿ Y ha dicho mi nombre? 
—Perfectamente. 
—¿ Y qué traza tiene? 
MONTECRISTO 59 
—Es un hombre de unos cincuenta 
años de edad. 
—¿ Alto o bajo? 
—Vendrá a tener poco más O menos 
vuestra misma estatura. 
-—¿ Moreno o blanco? 
—Moreno, muy moreno ; de cabellos, 
ojos y cejas negros, y patillas del mismo 
color. 
—¿ Y cómo va vestido ?—preguntó vi- 
vamente Villefort. 
—Lleva una levita azul abotonada de 
arriba abajo, y está condecorado con 
la Legión de Honor. 
—El es — murmuró Villefort palide- 
ciendo. 
—¡ Eh! ¡ Diantre! — dijo el indivi- 
duo cuyas señas hemos dado por dos ve- 
ces, apareciendo en el umbral de la puer- 
ta—. ¡ Pues, hombre, me gusta la frescu- 
ra! ¿Es costumbre en Marsella el que 
los hijos manden hacer antesala a los 
padres ? 
—¡ Padre mio! — exclamó Ville. 
fort—; no me había equivocado: me 
figuré que seríais vos. 
—Pues si te lo figuraste — replicó el 
recién venido colocando su bastón en 
un rincón y su sombrero en una silla—, 
permíteme que te diga, mi querido Ge- 
rardo, que ésa es una razón para no ha- 
berme hecho esperar de esa manera. 
——Dejadnos solos, Germán — dijo Vi- 
llefort. 
El camarero salió dando visibles 
muestras de asombro. 
XIT.—El padre y el hijo. 
El señor de Noirtier, porque él era 
en efecto el que acababa de entrar, si- 
guió con la vista al criado hasta que hu- 
bo cerrado la puerta ; pero temiendo, sin 
duda, que se quedase escuchando en la 
antesala, fué a abrir detrás de él; la 
precaución no era inútil, y la rapidez 
con que se retiró Germán, probó que no 
estaba exento del pecado que perdió a 
nuestros primeros padres. El señor de 
Noirtier se tomó entonces el trabajo de 
cerrar por sí mismo, perfectamente, t0= 
das las puertas, y después de concluida 
esta operación, presentó afectuosamen. 
te su mano a Villefort, que había se- 
guido todos gus movimientos con la ma. 
yor sorpresa.
	        
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