EL CONDE DE
—Lo siguiente : «Señor, os enguñan
acerca de las disposiciones de Francia,
de la opinión de las ciudades y del espí-
ritu del ejército; aquel a quien llamáis
en París el Ogro de Córcega, que se lla-
ma el usurpador en Nevers, se llama ya
Bonaparte en Lyón y el emperador en
Grenoble. Le creéis derrotado, perse-
guido, y acaso fugitivo, y marcha rápl-
do como el águila que vuelve a traer ;
credis a sus soldados fatigados, ham-
brientos y dispuestos a desertar, y por el
contrario, cada vez más animosos, se
aumentan como los átomos de nieve al-
rededor de la bola que se precipita ; se-
ñor, partid : abandonad la Francia a su
verdadero dueño, al que no la ha com-
prado, sino conquistado; partid, y no
correrdis ningún riesgo, porque aun
cuando vuestro adversario es bastante
poderoso para perdonaros, sin embargo,
sería demasiado humillante para un nie-.
to de San Jiuis deber la vida al hom-
bre de Arcole, de Marengo y de Auster-
litz.» Dile esto, Gerardo, o más bien,
no le digas nada ; disimula el objeto de
tu viaje ; no te vanaglories de lo que has
venido a hacer y de lo que has hecho en
arís ; toma sin pérdida de momento
una silla de postas y devora el espacio,
si es posible, hasta llegar a Marsella ;
entra en ésa de noche, penetra en tu ca-
ga por una puerta falsa, y permanece allí
escondido humildemente y de la mane-
ra más inofensiva; porque esta vez, te
lo juro, obramos con energía, y en una
palabra, como hombres que conocen
bien a fondo a sus enemigos. Anda, hijo
mío, anda, mi querido Gerardo, y me-
diante esta obediencia a las órdenes pa-
ternas, o más bien, esta deferencia a los
consejos de un amigo, te sostendremos
en tu destino. Además — añadió Noir-
tier, sonriéndose—, será un nuevo me-
dio que tendrás de salvarme otra vez,
sl la báscula política vuelve a elevarte.
Adiós, Gerardo ; adiós, hijo mío, no ol-
vides que en tu próximo viaje a París
tendrás que venir a parar a mi casa.
Noirtier salió, al decir estas palabras,
con aquella misma tranquilidad que no
le había abandonado ni un solo momen-
to durante tan larga y difícil conversa-
ción. Villefort, pálido y agitado, se di-
rigió a la ventana, levantó la cortina y le
vió cruzar impasible por medio de dos
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o tres hombres de mala facha, parape-
tados detrás de la esquina, que espera-
ban sin duda al hombre de las patillas
negras, de la levita azul y de sombrero
de anchas alas.
Villefort permaneció en pie y lleno de
ansiedad hasta que su padre hubo des-
aparecido por la encrucijada de Bussy ;
entonces se lanzó sobre los objetos que
aquél había dejado, los guardó en lo
más hondo de su maleta, se puso una
gorrilla de viaje, llamó al camarero,
arregló la cuenta con él y saltó al ca-
rruaje que le esperaba en la puerta. ln
Lyón supo que Bonaparte acababa de
entrar en Grenoble, y llegó a Marsella
en medio de la agitación que reinaba en
todo el camino, luchando con las an.
gustias que eran consiguientes a un
hombre que ocupaba ya un puesto dis-
tinguido.
XIIT.—Los cien días.
El señor de Noirtier era un buen pro-
feta ; pronto caminaron las cosas al pa-
so que él había dicho. Todos conocen la
vuelta de la isla de Elba, vuelta extra-
ña, milagrosa, sin ejemplo en lo pasado,
y probablemente sin imitación en lo
porvenir.
Luis XVIII no trató de pasar tan ru-
do y repentino golpe más que de una
manera muy débil; su poca confianza
em los hombres, le hacía desconfiar de
los acontecimientos. El reinado, o me-
jor dicho, la monarquía, reconstituida
apenas por él, tembló sobre su base va-
cilante aún, y un solo ademán del em-
perador hizo estremecer aquel edificio,
mezcla informe de antiguas preocupa-
ciones y de ideas modernas.
Villefort no obtuvo de su rey más que
un agradecimiento, no solamente inútil
por el momento, sino peligroso, tenien-
do la prudencia de no mostrar a nadie
aquella cruz de oficial de la Legión de
Honor, a pesar de que el conde de Bla-
cas le había entregado el diploma, se-
gún le había recomendado el rey.
Napoleón hubiera destituido, de segu-
ro, a Villefort, a no ser por la protec-
ción de Noirtier, que fué uno de los per-
sonajes más poderosos e influyentes de
la corte de los cien días, tanto por los
peligros que había arrostrado, como por