EL CONDE DE
noticia de que no tardaría en ver a su
1jo.
En cuanto a Villefort, en lugar de
enviarla a París, conservó cuidadosa-
Mente en su poder aquella solicitud que,
Por salvar a Dantés al presente, le com-
Prometía espantosamente para lo veni-
ero, suponiendo una segunda restaura-
ción a la vista del aspecto de la Europa
entera y el giro de los acontecimientos.
Por lo tanto, Dantés permaneció pre-
BO, perdido en las profundidades de su
calabozo, no oyó ese ruido formidable
de la caída del trono del rey Luis XVIII,
Bl el más espantoso aún del hundimien-
to del imperio.
Pero Villefort lo había seguido todo
con ojo vigilante, lo había escuchado to-
0 con oído atento. Dos veces, durante la
Corta aparición imperial que llamaron
6 cien días, Morrel había vuelto a la
Carga, insistiendo siempre por la liber-
tad de Dantés, y otras tantas lo había
tranquilizado Villefort con promesas y
€Speranzas.
Finalmente, Waterlóo llegó, y Mo-
rrel no volvió a aparecer en casa de Vi-
llefort ; el armador había hecho por su
Joven amigo todo cuanto le fué posible ;
ensayar nuevas tentativas durante aque-
lla segunda restauración, era comprome-
terse inútilmente.
Luis XVIII volvió a subir al trono.
Villefort, para quien Marsella estaba lle-
na de recuerdos que eran para él otros
tantos remordimientos, pidió y obtuvo
la plaza vacante de procurador del rey
en Tolosa.
Quince días después de la instalación
en su nueva residencia, se casó con la
señorita Renée de Saint-Meran, cuyo
Padre tenía entonces más influencia que
Dunca.
He aquí de qué manera Dantés, du-
rante los cien días y después de Water-
, permaneció encerrado y olvidado, si
ho de los hombres, a lo menos de Dios,
Bl parecer,
. Danglars comprendió toda la exten-
Sión del golpe con que había herido a
Pantés, al ver volver a Francia a Napo-
eón, y como todos los hombres de cier-
a capacidad para el crimen y de media-
ha inteligencia para la vida ordinaria,
amó a esta coincidencia «un decreto
de la Providencia».
5
MONTECRISTO
Pero cuando Napoleón estuvo de
vuelta en París, y cuando su voz reso-
nó de nuevo imperiosa y formidable,
Danglars tuvo miedo.
A cada momento esperaba ver apare-
cer a Dantés ; a Dantés, sabedor de to-
do; a Dantés, fuerte y amenazador, de-
seandg satisfacer su justa venganza. En-
tonces manifestó a Morrel el deseo de
dejar el servicio del mar, y se hizo re-
comendar por él mismo a un comercian-
te español, en cuya casa entró como de-
pendiente hacia fines de marzo, es de.
cir, diez o doce días después de la vuelta
de Napoleón a las Tullerías. En su con-
secuencia, partió para Madrid, y nadie
volvió a oír hablar de él.
Fernando no comprendió nada de es.
to; Dantés estaba ausente ; era todo lo
que él necesitaba. ¿Qué había sido de
él? No procuró saberlo.
Unicamente, durante su ausencia,
meditó planes de emigración o de rapto.
De cuando en cuando, y éstas eran
las horas sombrias de su vida, se senta-
ba en la punta del cabo Faro, en aquel
lugar desde donde se divisa a la vez a
Marsella y al barrio de los Catalanes,
atisbando, triste e inmóvil como un ave
de rapiña, si aparecía por uno de aque-
llos caminos el joven marino, radiante
de alegría.
Entonces Fernando ya tenía formado
su inicuo plan ; levantaba la tapa de los
sesos a Dantés y en seguida se suicidaba,
decía, para dar otro colorido a su ase-
sinato.
Pero Fernando se engañaba a sí mis-
mo : era hombre que no se mataría nun-
ca, porque siempre esperaba.
En medio de estos tristes y doloro-
sos acontecimientos, el imperio decretó
una nueva conscripción de soldados, y
todos los hombres que se hallaban en
estado de poder llevar las armas, se lan-
zaron impetuosamente fuera de Fran-
cia, obedientes a la poderosa voz del em-
perador. Fernando. como los demás,
abandonando su cabaña y a Mercedes,
partió poseído de la terrible y sombría
idea de que detrás de él volvería su ri-
val y se casaría con la que tanto amaba.
Si Fernando hubiese ideado matarse
alguna vez, lo hubiera efectuado estan-
do lejos de Mercedes. Tias afecciones que
tenía para con ella, la compasión que