Full text: Tomo 1 (1)

e 
68 ALEJANDRO DUMAS 
parecía inspirarle su desgracia, el cuida- 
do que ponía en adivinar y adelantarse a 
sus menores deseos, habían hecho el 
efecto que producen en los corazones 
generosos las apariencias de cariño. 
Mercedes había querido siempre a 
Fernando como a un verdadero amigo, y 
gu amistad para con él se aumentó con 
un nuevo sentimiento, cual era el de una 
sincera gratitud. 
—Hermano mío — dijo la joven colo- 
cando el morral a la espalda del cata- 
lán—, hermano mío, mi único amigo, 
no te dejes matar ; no me abandones en 
este mundo donde lloro, y en el cual que- 
daría sola y sin ningún apoyo. 
Estas palabras pronunciadas en el 
momento de la partida hicieron concebir 
algunas esperanzas a Fernando. S1 Dan- 
tós no volvía, pensó, Mercedes podría 
ser suya algún día. 
Esta se quedó, pues, enteramente so- 
la y aislada entre aquellas rocas que ja- 
más le habían parecido tan áridas y con 
el inmenso mar por horizonte. Anega- 
da en lágrimas, velasela vagando sin ce- 
sar alrededor del barrio de los Catala- 
nes, permaneciendo unas veces en pie, 
inmóvil, muda como una estatua, y mi- 
rando a Marsella ; otras sentada a la ori- 
lla del mar, escuchando aquellos gemi- 
dos eternos como su dolor, y preguntán- 
dose continuamente si no valdría más 
inclinarse hacia adelante, dejarse llevar 
de su propio peso, abrir el abismo y se- 
pultarse en él, que sufrir de aquel mo- 
do las crueles alternativas de una vuelta 
sin esperanza ; mas no fué valor lo que 
le faltó a la infortunada joven para cum- 
plir su proyecto, sino que la religión vi- 
no en su socorro, y fué la que le salvó 
del suicidio. 
Caderousse fué llamado también como 
Fernando al servicio de las armas ; pe- 
ro como tenía ocho años más que el ca- 
talán, y estaba casado, formó parte de 
la tercera división, y fué enviado a las 
costas. 
El anciano Dantés, sostenido única- 
mente por la esperanza, perdió ésta al 
saber la catda del emperador. Cinco me- 
ses después de haber sido separado de 
su hijo, y casi a la misma hora en que 
fué preso aquél exhaló el último suspi- 
ro en los brazos de Mercedes. El señor 
Morrel cubrió todos los gastos del en- 
tierro, pagó las deudillas que había con- 
traído el pobre anciano durante su €n- 
fermedad, en cuya generosa acción no 
sólo había manifestado caridad sino 
también valor, porque socorrer, aun en 
sus últimos momentos, al padre de un 
bonapartista tan peligroso como Dan- 
tés, era entonces un gran crimen. 
XIV.—El preso furioso y el preso loco. 
Cerca de un año después de la vuelta 
del rey Luis XVIII, el inspector gene- 
ral de cárceles señor de Boville, hizo 
una visita al castillo de If. 
Dantés oyó el ruido causado por to- 
dos los preparativos de aquella visita 
desde el fondo de su calabozo; ruido 
que para cualquier otro hubiera pasado 
inadvertido ; pero no para un preso 00- 
mo él, acostumbrado a escuchar, en me- 
dio del silencio de la noche a la araña 
tejiendo su tela, y la caída periódica de 
la gota de agua que se filtraba en las 
paredes de la lóbrega prisión. 
Adivinó, pues, que pasaba algo ex- 
traordinario en el departamento de los 
vivos, porque haciendo tanto tiempo 
que habitaba en aquella tumba, bien po- 
día considerarse ya como un cadáver. 
En efecto, el inspector visitaba alter- 
nativamente salas, cuartos y calabozos ; 
interrogó a varios presos, cuya dulzura 
o estupidez les hacía acreedores a tal 
bondad ; les preguntó si les daban buen 
alimento y qué reclamaciones tenían que 
hacerle, a lo cual contestaron unánis 
memente que el alimento era detestable 
y que reclamaban su libertad. Volvió- 
les a preguntar si no tenían más que de- 
cirle ; pero mada respondieron : ¿qué 
otro bien puede desear un preso más 
que la libertad ? 
El inspector se volvió sonriendo, y 
dijo al gobernador : 
—No comprendo por qué nos harán 
pasar semejantes visitas, pues las con« 
ceptúo enteramente inútiles ; el que oye 
a un preso, los oye a todos. Siempre dí- 
cen lo mismo : esto es, que les dan mal 
alimento y que son inocentes. ¿Hay al: 
gunos otros que ver? 
-—$í, todavía faltan los peligrosos U 
locos, que están abajo en los calabozo. 
—Vamos allá — dijo el inspector con 
cierto abandono—, cumplamos hasta el
	        
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