EL CONDE DE
volverdis a traer a este mismo calabozo,
en donde permaneceró eternamente, y
donde moriré sin pedir ya nada más, ni
2 vos ni a nadie.
El gobernador se echó a relr.
—¿Y está muy lejos el lugar de vues-
tro tesoro? — preguntó.
—A cien leguas de aqui—dijo Faria.
—La cosa no está mal calculada—re-
puso el gobernador— ; si todos los pre-
Bos tuvieran el capricho de hacer pasear
2 los que les custodian el espacio de cien
leguas, y éstos consintiesen en dar se-
Imejantes paseos, pocos presos queda-
rían, porque al verse en libertad, no des-
perdiciarían la ocasión de escaparse.
—Este es un medio muy conocido—
replicó el inspector—, y este caballero
Do merece el mérito de la invención,
En seguida, volviéndose al abate, le
dijo :
—0O3 he preguntado si teníais buen
alimento.
—Señor — respondió Faria—, jurad-
Me por Cristo libertarme si os digo la
verdad, y os indicaré el paraje donde es-
tá sepultado ese tesoro.
—¿0Os dan buen alimento ?—repitió
el inspector.
—£Señor, nada arriesgúis en eso, y
bien veis que no es un ardid para sal.
varme, puesto que me quedaré aquí du-
rante el viaje. )
—¿No respondéis a mi pregunta ?—
volvió a decir el inspector con impa-
ciencia.
—¿Ni vos a la mia? -— exclamó el
abate—. ¡ Maldito seáis, pues, como los
otro4 insensatos que mo han querido
creerme! ¿No queréis mi oro? Pues yo
me lo guardaré. ¿Rehusáis darme la li-
bertad? Dios me la concederá: mar-
chaos ; nada más tengo que deciros.
Y el abate tiró el cobertor sobre la
cama, recogió su pedazo de yeso, y fué
a sentarse en medio de su círculo, don-
de continuó trazando sus figuras.
. —¿Qué hace ahora? — preguntó el
Inspector.
—Cuenta sus tesoros — replicó el go-
bernador.
Faria respondió a este sarcasmo por
medio de una mirada llena del más pro-
fundo desprecio.
Todos salieron del calabozo. El car-
celero cerró la puerta.
MONTECRISTO 73
—Acaso habrá poseído algunos tesoros
—Jijo el inspector subiendo la escalera.
—O habrá soñado que los poseía—res-
pondió el gobernador—, y a la mañana,
siguiente habrá despertado ya loco.
—Ein efecto — replicó el inspector con
la sencillez de la corrupción—; si hu-
biera sido verdaderamente rico, no es-
taría en la cárcel.
Así concluyó la aventura del abate
Faria ; permaneció preso, y después de
esta visita, su reputación de loco re-
matado se aumentó.
Calígula o Nerón, esos grandes inves-
tigadores de tesoros, esos amantes de
lo imposible, hubieran dado oídos a las
palabras de aquel pobre hombre, y con-
cedido el aire que deseaba, el espacio
que tasaba en tan alto precio, y la liber-
tad que ofrecía pagar tan cara. Pero los
reyes de nuestros tiempos, mantenién-
dose en el límite de lo probable, no tie-
nen siquiera la audacia de la voluntad ;
temen el oído que escucha sus órdenes,
y el ojo que observa sus acciones; no
sienten ya la superioridad de su esen-
cia divina ; en una palabra, no son más
que unos hombres coronados. En otro
tiempo se creían, o a lo menos se de-
clan, hijos de Júpiter, y conservaban
algo del dios su padre; no se averigua
fácilmente lo que pasa más allá de las
nubes; en la actualidad, los reyes son
ya bastante accesibles. Así como siem-
pre ha repugnado al Gobierno despóti-
co mostrar a la luz del día los efectos
de la cárcel y del tormento; así como
hay pocos ejemplos de que una víctima
de la Inquisición haya podido reapare-
cer con sus huesos quebrantados y sus
llagas chorreando sangre, asi también la
locura, esa úlcera nacida en el fango
de los calabozos a consecuencia de los
tormentos morales, se oculta casi siem-
pre con cuidado en el sitio donde ha na-
cido, o si sale, va a sepultarse en al-
gún sombrío hospital, donde los médi-
cos no reconocen ni al hombre ni al pen-
samiento en el resto informe que le
transmite el cansado carcelero.
Vuelto loco en la cárcel, el abate Fa-
ria, por su misma locura, estaba con-
denado a perpetua prisión.
En cuanto a Dantés, el inspector le
cumplió la palabra que había dado.
'Al subir a la habitación del goberna-