Full text: Tomo 1 (1)

78 ALEJANDRO DUMAS 
ldmundo se interesaba ya por aquel 
trabajo que le hacía compañía, cuando 
he aquí que de repente entró el car- 
celero. 
En ocho días que habían transcurrido 
desde que resolvió morir, y en cuatro que 
había comenzado a poner en práctica su 
proyecto, no había dirigido la palabra a 
aquel hombre ni para contestarle cuan- 
do le preguntó de qué mal se creía ata- 
cado, pues lo que hizo entonces fué vol- 
verse de lado de la pared si le miraba 
con demasiada atención. Mas hoy podía 
el carcelero oír aquel ruido sordo, alar- 
marse, acabar con él, y destruir quizá 
un no sé qué de cierta esperanza cuya 
sola idea encantaba los últimos momen- 
tos de Dantés. 
El carcelero traía el desayuno. . 
Incorporóse Edmundo en la cama, y, 
ahuecando la voz, se puso a hablar de 
todas las cosas posibles; del frío que 
hacía en aquel calabozo, murmurando y 
gruñendo para tener derecho a gritar 
con más fuerza, y cansando la paciencia 
del carcelero que justamente había pe- 
dido aquel día para el preso enfermo un 
caldo y pan tierno, que en efecto, le 
acababa de presentar. Afortunadamen- 
te, creyó que Dantés estaba delirando, 
dejóle los víveres en una mesa coja, se- 
gún tenía de costumbre, y se retiró. 
Libre entonces Edmundo, se puso a 
escuchar de nuevo con alegría. 
El ruido se oía ya tan distintamen- 
te, que llegaba al joven sin dificultad. 
—Lo indudable — dijo para sií—, 
puesto que sigue el ruido, siendo aún de 
día, es que algún desgraciado preso 00- 
mo yó trabaja para ver si puede fugar- 
se. ¡ Oh! ¡ De qué buena gana le ayuda- 
ría si estuviese cerca de él ! 
De improviso, pasó una nube som- 
bría por tal aurora de esperanza en aque- 
lla cabeza acostumbrada a la desgracia, 
y que tan difícilmente abrigaba alegrías 
humanas ; al instante se le ocurrió que 
semejante ruido podía proceder de traba- 
jadores que emplease el gobernador en 
reparar alguna habitación inmediata. 
Fácil era cerciorarse ; pero, ¿cómo 
aventurar una pregunta? Ciertamente 
era muy sencillo esperar la llegada del 
carcelero, hacerle escuchar aquel ruido 
y ver la cara que ponía ; mas proporcio- 
narse ese gusto, ¿no era descubrir inte- 
reses muy preciosos para una corta sa 
tisfacción ? Por desgracia, la cabeza de 
Edmundo, como una campana vacía, 
estaba atronada por el zumbido de una 
idea ; era tal su debilidad, que su espíri- 
tu flotaba como un vapor, sin poder con- 
densarse en torno de un pensamiento. 
No vió más que un medio de dar fijeza a 
su reflexión y lucidez a su juicio ; volvió 
los ojos hacia el caldo todavía humean- 
te que el carcelero acababa de poner so- 
bre la mesa ; se levantó, fué hasta ella, 
tambaleándose ; tomó la taza, se la lle- 
vó a los labios y tragó con avidez el bre- 
baje que contenía con una indecible sen- 
sación de bienestar. 
Entonces tuvo valor para no pasar de 
allí; había oído decir que algunos infe- 
lices náufragos, recogidos y extenuados 
de hambre, habían muerto por haber to- 
mado ansiosamente un alimento dema- 
siado substancioso. Dejó en la mesa el 
pan que se había llevado ya a la boca y 
volvió a acostarse. Edmundo ya no que- 
ría morir. 
Pronto sintió penetrar la luz en su ce- 
rebro ; todas sus ideas vagas y casi im- 
perceptibles recobraban su lugar en ese 
maravilloso tablero, donde una casilla 
más, basta, tal vez, para establecer la 
superioridad del hombre sobre los demás 
animales. En una palabra, pudo pensar 
y fortalecer su pensamiento con el ra- 
ciocinio. 
Entonces se dijo : 
—Es preciso probar; pero sin com- 
prometer a nadie. Si es un trabajador 
cualquiera, en dando yo contra mi pa- 
red, suspenderá su tarea para ver quién 
da y con qué objeto. Si su trabajo no 
sólo es lícito, sino también mandado 
hacer, volverá a él al instante. Si, por 
el contrario, es un preso, el ruido que 
yo haga le asustará, temerá ser descu- 
bierto, cesará en su trabajo y no lo con- 
tinuará hasta la noche, cuando juzgue 
que todos estarán acostados y dormidos. 
Al momento se levantó de nuevo ; es- 
ta vez ni flaqueaban sus piernas, ni su 
vista se ofuscaba. Se dirigió a un rincón 
de su calabozo, desprendió una piedra 
removida por la humedad y tornó a dar 
en la misma parte de la pared donde se 
ola el ruido más claro. 
Dió tres golpes.
	        
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