EL CONDE DE
MONTECRISTO
PRIMERA PARTE
T.—Marsella.—La llegada.
El 24 de febrero de 1815 el vigía de
Nuestra Señora de la Garde hizo la se-
fal de costumbre, de haber divisado los
tres mástiles del bergantín Faraón, pro-
cedente de Smirna, Trieste y Nápoles.
'Acto continuo salió precipitadamente al
puerto un práctico ; se deslizó rozando
casi las gruesas murallas del castillo
de If y fué a abordar la embarcación en-
tre el cabo Morgion y la isla de Rion.
Al momento, según costumbre tam-
bién, la plataforma del fuerte de San
Juan, se halló cubierta de multitud de
curiosos, porque en Marsella es un acon-
tecimiento importante la llegada de un
buque, sobre todo cuando ese buque, co-
mo sucedía al Faraón, había sido cons-
truído, aparejado y cargado en los asti-
lleros de la antigua Phocia, y pertene-
cía, además, a un armador de la misma
ciudad.
La embarcación, entretanto, avanza-
ba ; ya había pasado con felicidad el Es-
trecho, formado, sin duda, por alguna
erupción volcánica, entre las islas de Ca-
lasareigne y de Jaros; igualmente ha-
bía doblado Pomegue, y seguía mar-
chando bajo sus tres gavias, su gran fo-
que y su mesana ; pero hendía las espu-
mosas aguas con tal lentitud y con un
movimiento tan penoso, que la muche-
dumbre que la observaba, con el instin-
to con que se presiente una desgracia, se
preguntaban unos a otros qué funesto
accidente podría haber ocurrido a bordo.
Sin embargo, los peritos en el arte de
navegar reconocían que, si algo había
sucedido, no era precisamente al buque
Mismo, porque, a pesar de su perezosa
marcha, continuaba avanzando con to-
das las condiciones de una embarcación
bien gobernada.
En efecto, su áncora se hallaba pre-
parada, los cabos del bauprés desengan-
chados, y junto al piloto, que se dispo-
nía a dirigir el Faraón por la angosta en-
trada del puerto, permanecía un joven
que, con fisonomía animada y miradas
penetrantes, vigilaba cada uno de los
movimientos del bergantín, y repetía to-
das las órdenes del piloto.
La vaga inquietud que se retrataba en
todos los semblantes de los numerosos
espectadores de la explanada de San
Juan distinguíase más particularmente
en el de uno, que no pudiendo esperar
la entrada del buque en el puerto, saltó
impaciente a una lancha y mandó re-
mar con dirección al Faraón, al cual lo-
gró dar alcance en frente de la ensena-
da de la reserva.
Al ver acercarse este hombre, el joven
marino que estaba al lado del piloto,
abandonó su puesto y vino a apoyarse,
con el sombrero en la mano, sobre el
costado del buque. Contaría apenas unos
diez y ocho a veinte años ; era alto, es-
belto ; sus grandes ojos negros, hermo-
sos ; el cabello, del mismo color, tenía el
brillo del ébano pulimentado, y se descu-
bría, en fin, en toda su persona, ese aire
de calma y de resolución peculiar a los
hombres habituados desde su infancia a
luchar con los peligros,
—¡ Ah! ¿Sois vos, Dantés? — excla-
mó el hombre que estaba en la lan-
cha—. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué signifi-
ca ese aire de tristeza que aparece en
toda la tripulación ?
—Una gran desgracia, señor Morrel
—respondió el joven—, una gran des-
gracia, y en particular para mí mucho
más ; a la altura de Civitaveehia hemos
perdido al valiente capitán Leclerc.
—¿ Y el cargamento? — preguntó con
viveza el armador.
—Viene sin novedad, y presumo que
quedaréis satisfecho.con respecto a este
punto ; pero el pobre capitán Leclera....