EL CONDE DE
to, los dos o tres primeros renglones de
la denuncia.
Dantés retrocedió y miró casi con te-
tror al abate.
-—¡ Oh! ¡ Esto es asombroso] — ex-
clamó—. ¡ Cómo se parecía aquella letra
a ósta |
—Porque la denuncia ha sido escrita
con la mano izquierda. He observado
Siempre una cosa — continuó el aba-
te—, y es que todas las letras, trazadas
gon la mano izquierda se asemejan.
-— Entonces vos lo sabéis todo, lo ha-
béis observado todo 1
—Continuemos,
—¡ Oh), Sí, sl.
—Pasemos a la segunda pregunta,
¿Tenía alguno interés en que nO 08 Ca-
sasels con Mercedes ?
—£$íÍ, un joven que la amaba.
-—¿ Bu nombre?
— Fernando.
—Nombre español.
—Era catalán.
—¿ Y creéis que ése hay sido capaz de
escribir la carta ?
—No, porque ése me hubiese dado
Una puñalada.
— Bien ; eso es propio del carácter es-
pañol ; una muerte, sí; una bajeza, no.
—Además — continuó Dantés—, él
ienoraba todos los detalles consignados
en la denuncia.
-¿No se los hablais comunicado a
nadie?
—A nadie.
—¿Ni aun a vuestra prometida ?
—'l'ampoco,
-Pues ya no me cabe duda alguna”?
ha sido Danglars.
—¡ 0h! Sí, estoy seguro.
—Esperad... ¿Conocía Danglars a
Fernando?
—No... SÍ... ahora me acuerdo...
—¿De qué?
—La víspera de mi casamiento los vi
sentados juntos, alrededor de una mesa,
en la taberna del tío Pánfilo. Danglars
estaba amistoso y burlón, Fernando pá-
lido y turbado.
—¿ Estaban solos ?
—No ; se hallaba con ellos otro com-
pañero muy conocido mío, el cual sin
duda era el que les había hecho entablar
su repentina amistad, un sastre llama-
do Caderousse y pero éste estaba ya com-
MONTECRISTO y3
pletamente ebrio: esperad... esperad...
¡cómo no me he acordado antes de es-
to! Al lado de la mesa donde bebían,
había un tintero, papel y plumas. (Dan=
tés se llevó la mano a la frente.) ¡ Oh 1
¡ Allí fué escrita la carta! ¡Ob! ¡Infaw
mes! ¡ Infames !
—¿Queréis aún saber más? — dijd
el abate riendo.
—31, sí, ya que lo profundizáis todo,
ya que lo veis todo con tanta claridad,
quiero saber por qué no he sido interro-
gado más que una sola vez, por qué ng
me han dado jueces y por qué he sida
condenado sin formación de causa,
-—¡ Oh ! eso ya presenta un poco más
de gravedad ; la justicia se vale de me-
dios sombríos y misteriosos, que es muy
difícil penetrar. Lo que hemos hecha
hasta aquí para descubrir a vuestros enew
migos, ha sido un juego de niños ; acer-
ca de ese otro asunto, es preciso que Me
deis informes más exactos.
—Veamos ; preguntadme, porque a la
verdad, vos conocéis mi vida mejor que
yo. :
—¿Quién os tomó declaración? ¿Fué
el procurador del rey, el substituto, o el
juez de instrucción ?
—151 substituto.
—¿ Joven o viejo?
nt Joven ; de unos veintisiete a veintis
ocho años.
-—Bien, aun no está corrompido, pero
ya es ambicioso—dijo el abate—. ¿Cué-
les fueron los modales con que os trató 2
—Dulces más bien que severos.
—/¿ Se lo eontasteis todo?
—Todo.
—¿ Y cambió de maneras durante el
interrogatorio ?
—Solamente se alteró por un momen«
to, cuando leyó la carta que me compro-
metía. Pareció como abatido por mi des-
gracia.
—¿ Por vuestra desgracia?
—SÍ.
—¿Y estáis bien seguro de que era
vuestra desgracia lo que él compadecta ?
—A lo menos me dió una gran prueba
de su simpatía hacia ml.
—¿ Cuál?
—Quemando la única que pudiera
comprometerme,
—¿Qué prueba era ésa, la denuncia 4
«No, la carta.
e