EL CONDE DE
dencia de los griegos ; ésa es justamen-
te la calumnia.
—¡ Ah! Vizconde, hablemos razona-
blemente.
—No es otro mi deseo.
—Decidme, ¿quién diablo sabe en
Francia que el -oficial Fernando es el
mismo conde de Morcef, y quién se
ocupa ahora de Janina, que fué toma-
da en 1822 o en 1823, según creo?
—Ahí está justamente la perfidia ;
nan dejado pasar tiempo para salir aho-
ra con un escándalo que pudiera em-
pañar una elevada posición. Pues bien ;
yo, heredero del nombre de mi padre,
no quiero que sobre él haya ni aun la
sombra de una duda. Voy a mandar a
Beauchamp, cuyo periódico ha publi-
cado esta nota, dos padrinos, y la re-
tractará.
—Beauchamp no la retractará.
—-Nos batiremos.
—No, no os batiréis, porque os res-
ponderá que tal vez había en el ejército
griego cincuenta oficiales que se llama-
sen Fernando.
—Nos batiremos a pesar de esta res-
puesta. ¡Oh! Quiero que esto desapa-
rezca... Mi padre, un soldado tan no-
table... una carrera tan ilustre...
—O bien pondrá : «Estamos seguros
de que este Fernando nada tiene de
común con el conde de Morcef, cuyo
nombre de pila es también Fernando.»
—Necesito que se retracte de una
manera más completa; ¡no me con-
tentaré con eso!
—¿ Y vais a enviarle vuestros padri-
nos?
—SÍ.
—Haréis mal.
-—Eso quiere decir que me negáis el
favor que venía a pediros.
—¡ Ah! Ya sabéis mi teoría respecto
al duelo; creo habérosla dicho en Ro-
ma, ¿no os acordáis?
—Esta mañana, hace un momento,
08 encontré en una ocupación que está
en poca armonía con esa teoría.
—Porque, amigo mio, vos compren-
deréis que algunas veces es menester
salir de sus casillas. Cuando se vive con
locos, es preciso también aprender a
Ser insensato ; de un momento a otro,
algún calavera que no tenga más moti-
vo para buscarme a mí quimera que la
MONTECRISTO 107
que tenéis vos para buscársela a Beau-
champ, puede venirme con cualquiera
necedad, enviarme sus testigos o insul-
tarme en público ; pues bien, tengo que
matar a ese calavera.
—¡ Ah! ¿Luego también os bati-
ríais ?
—¡ Demonio !
—;¡ Pues bien! Entonces, ¿por qué
queréis que yo no me bata ?
—No digo que no os batáis, sino que
un duelo es cosa muy grave y se debe
reflexionar.
—¿Y él ha reflexionado para insul-
tar a mi padre?
—$i no ha reflexionado, y os lo con-
fiesa, no debéis atentar contra él.
—¡Oh! Mi querido conde, sois de-
masiado indulgente.
—Y vos demasiado riguroso. Vea-
mos : yo supongo... escuchad con aten-
ción ; yo Supongo... ¡no os vayáis a
enojar por lo que voy a deciros!
—Escucho.
—Supongo que el hecho sea cierto...
—Un hijo no debe admitir nunca se-
mejantes suposiciones sobre el honor
de su padre.
—¡ Oh, Dios mío! ¡ Estamos en una
época en que se admiten tantas cosas !
—Ese es justamente el vicio de la
Época.
—¿Y pretendéis reformarla ?
—S$i, por la suerte que me toca.
—, Oh ! ¡ Dios mío! Buen reformista
haríais, amigo mio.
-—No lo puedo remediar.
—Sois inaccesible a los consejos que
os dan de buena fe.
—No, cuando vienen de un amigo.
—¿ Creéis que yo lo sea vuestro?
—$l.
—4¡ Pues bien! Antes de enviar a
Beauchamp vuestros padrinos, infor-
maos.
—¿De quién?
—;¡ Oh !... De Haydée, por ejemplo.
_.—Mezclar en todo esto a una mujer,
¿y qué podrá hacer?
—Declararos que vuestro padre no
tiene nada que ver con la derrota o con
la muerte del suyo o deciros la verdad,
si por casualidad vuestro padre hubiese
tenido la desgracia...
—Ya os he dicho, mi querido conde,
que no podía admitir esa suposición.
E
pe
ES
A A