112
—$1 — respondió el anciano,
-—Establecida en casa de mi abuelo,
M. Morrel podrá venir a verme en. casa
de este bueno y digno protector; y sl
el lazo que nuestros corazones iguoran-
tes o caprichosos han empezado u for-
mar parece suave y presenta garantías
de una dicha futura (¡ay! según dicen,
los corazones inflamados por los Obs-
táculos se enfrían fácilmente al cesar
éstos), entonces M. Morrel me pedirá
a mí misma y yo le atenderé.
—¡0h! — dijo Morrel queriendo
arrodillarse ante el anciano como ante
un Dios, y ante Valentina como ante
un ángel—. ¡Oh! ¿qué he hecho yo en
toda mi vida para merecer tanta ven-
tura ?
-——Hasta entonces — continuó la jo-
ven con Su voz pura y severa-—, es ne-
cesario respetar las conveniencias, la
voluntad de nuestros padres con tal que
no sea separarnos para siempre ; en una
palabra, y la repito porque ella lo dice
todo : esperaremos.
—Y los sacrificios que esta palabra
impone — dijo Morrel—, os juro que
sabré cumplirlos con resignación y con
honor.
—Así, pues — continuó Valentina
dirigiendo una dulce mirada, que pe-
netró hasta el corazón de Maximilia-
no—, no más imprudencias, amigo
mío; no comprometáis a la que de hoy
más se mira como destinada a llevar
pura y dignamente vuestro nombre.
Morrel puso la mano sobre su cora-
zÓN.
Noirtier los miraba con la mayor ter-
nura. Barrois, que había permanecido
en el fondo del gabinete como persona
para quien nada hay oculto, sonreía,
enjugando las gotas de sudor que se
desprendían de su calva frente.
—¡ Ay, Dios mío! Qué calor tiene
este buen Barrois — dijo Valentina.
— Ah! es que he corrido bien, seño-
rita ; pero debo hacer justicia a M. Mo-
rrel ; corría más que yo.
Noirtier indicó con la
villa en que había una garrafa de li-
monada y un vaso; la limonada que
faltaba la había tomado poco antes
M. Noirtier.
—Toma,, buen Barrois, toma, porque
vista una sal-
ALEJANDRO DUMAS
veo que diriges una mirada codiciosa a
la limonada,
-—Es cierto — dijo Barrois — que me
muero de sed, y que bebería de buena
gana un vaso de limonada a vuestra
salud,
-—Bebe, pues — le dijo Valentina—,
y vuelve al instante.
Barrois se llevó la salvilla, y apenas
había llegado al corredor, cuando por
entre la puerta, que dejó medio abierta,
le vieron echar hacia atrás la cabeza
para apurar el vaso que había llenado
Valentina.
Despidióse ésta. de Morrel a presen-
cia de su abuelo, cuando se oyó resonar
en la escalera la campanilla de M. de
Villefort ; era señal de que llegaba al-
guna visita, y Valentina miró al reloj.
—Son las doce — dijo—; hoy es sá-
bado, querido abuelo; es, sin duda, el
médico.
Noirtier hizo una señal afirmativa.
—Ya a venir aquí; es preciso que
M. Morrel se retire. ¿No es verdad,
abuelo?
—$i — respondió éste. y
—Barrois — gritó Valentina—, Ba-
rrols, ven.
Oyóse la voz del criado que respon-
día:
— Voy, señorita.
—Barrdis va a acompañaros hasta la
puerta; y ahora acordaos de una cosa,
saballero oficial, y es; que mi abuelo
os encarga no dels ningún paso capaz
de comprometer nuestra dicha.
—He prometido esperar, y esperará
— dijo Morrel.
En este momento entró Barrois.
—¿Quién ha llamado? — preguntó
Valentina,
-—Hl doctor de Avrigny — dijo Bas
rrois que no podía tenerse en pie.
-—¿Qué tenéis, Barrois? — le pres
guntó Valentina.
El anciano no respondió ; miraba 4
su amo con ojos desencajados y con las
manos agarrotadas buscaba un apoyo
para poder sostenerse.
—Pero va a caer — gritó Morrel.
En efecto, el temblor que se había
apoderado de Barrois se aumentaba gra-
dualmente, y sus facciones, alteradas
por los movimientos convulsivos de log