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EL CONDE DE
águila sobre su presa, volvió a subir y
entró en la sala.
Madama de Villefort tomó lentamien-
te el camino de su cuarto.
—¿Es ésta la garrafa que estaba
aquí? — preguntó de Avrigny.
—$1, señor doctor.
—¿Esta limonada es la que habéis
bebido?
—Así lo creo.
—¿Qué gusto le habéis encontrado?
—Un sabor amargo.
El doctor vertió unas cuantas gotas
de limonada en la palma de la mano, las
aspiró con los labios, y después de en-
juagarse con ellas la boca, como se ha-
Ce cuando se quiere tomar gusto al vi-
do, arrojó el líquido en la chimenea.
_—Es la misma —dijo—. ¿Y vos tam-
bién habéis bebido de ella, M. Noir-
bier?
—$1 — dijo el anciano.
—¿Y le habéis encontrado el sabor
amargo?
—£8l,
—¡ Ah, doctor! — gritó Barrois—.
El accidente me repite. ¡Dios mio!
¡Señor, tened piedad de mí!
El facultativo se acercó al enfermo.
—El emético, señor, ved si lo han
traído.
Esto
tando :
-—¡ El emético, el emético! ¿Lo han
traído?
Nadie respondía ; el terror más pro-
mmdo reinaba en la casa.
.—$81 hubiese un medio para introdu-
Cirle el aire en los pulmones — dijo de
Vrigny mirando por todas partes—,
quizá podría contener la asfixia. ¡ Pe-
TO no! ¡ Nada, nada !
—i Ay señor! , Me dejardis morir sin
salió precipitadamente, gri-
Socorrerme ? — gritaba Barrois—. ¡ Ay,
10s mío! ¡ Me muero, me muero!
1 Una pluma, una pluma | — decía
el facultativo, y vió una sobre una me-
ma; Procuró introducirla en la boca del
enfermo, que, atacado de violentas con-
Vulsiones, hacía esfuerzos inútiles para
Yomitar; pero tenía tan apretados los
lentes, que fué imposible hacer pasar
Pluma.
Barrois sufría un ataque nervioso
Mucho más fuerte que el primero, había
Caído del sillón al suelo y se revolcaba
MONTECRISTO 115
en él; el facultativo le dejó, no pudien-
do aliviarle, y se dirigió a M. Noirtier.
—¿Cómo os sentis? — le dijo preci-
pitadamente y en voz baja—. ¿Bien?
—$Í.
—¿Con el estómago ligero o pesado?
—Ligero.
—¿Cómo cuando tomáis la píldora
que os doy los domingos?
—$Sl.
—¿Ha sido Barrois quien ha hecho
vuestra limonada ?
—SÍ,
—¿ Sois vos el que se la ha hecho
beber?
—No.
—¿ Ha sido M. de Villefort?
—No.
—¿Su señora ?
— Tampoco.
—¿ Valentina ?
—SÍ.
Un suspiro de Barrois llamó la aten-
ción de Avrigny ; dejó a Noirtier y se
acercó al enfermo.
—Barrois, ¿podéis hablar?
Este balbuceó algunas palabras inin-
teligibles.
—Haced un esfuerzo, amigo mío .
Barrois abrió sus ensangrentados
Ojos.
—(¿Quién hizo la limonada?
—Yo.
—¿DLa habéis traido en seguida a
vuestro amo?
—No.
—¿ Dónde la dejasteis?
—En la repostería, porque me lla-
maban.
—¿Quién la ha traido?
—La señorita Valentina.
De Avrigny se dió una palmada en
la frente.
—¡ Oh, Dios mío, Dios mío! — dijo
a media voz.
—¡ Doctor, doctor! — gritó Barrois
que presentía el tercer acceso.
—¿Pero no llega el emético? — grl-
tó el facultativo.
—-Aquí ostia — dijo Villefort, pre-
sentando un vaso.
—¿Quién lo ha traido?
—El mancebo del boticario que ha
venido conmigo.
—Bebed.