EL CONDB DE
guo al en que se hallaba, y se dirigió
a él,
—¿Queréis algo, señor Bertuccio? —
le dijo.
—Su excelencia no me ha dicho el
número de convidados. :
—¡ Ah! Es verdad.
—¿ Cuántos cubiertos ?
—Contadlos vos mismo.
—¿ Han venido todos, excelencia ?
—Al.
Bertuccio miró al través de la puerta
entreabierta.
Montecristo
mento.
—;¡ Ah ! ¡ Dios mío ! — exclamó.
—¿ Qué? — preguntó el conde.
—¡ Esa mujer!... ¡esa mujer!...
—¿ Cuál?
—¡ La que lleva un vestido blanco y
tantos diamantes !... ¡ La rubia!...
—¿Madama Danglars ?
—Yo no sé cómo se llama. ¡ Pero es
ella !..., señor, ¡ es ella!...
—¿ Quién es ella?...
—¡ La mujer del jardín!... ¡ La que
estaba encinta!... La que se paseaba
esperando... esperando...
Bertuccio ge quedó con la boca abier-
ta, pálido y con los cabellos erizados.
—¿ Esperando a quién ?
Bertuccio, sin responder, mostró a
Villefort con el dedo, casi con el mismo
ademán con que Macbeth mostró a
Bancuo.
+ Oh f0 10h th — Tnurmuró al
fin—; ¿no veis?...
—¿El qué? ¿a quién?...
—¡A él!
—¡A él!... ¿al señor procurador del
rey, Villefort?... Sin duda alguna le
veo.
—; Pero no le maté !... | Dios mío!
— Diantre!... Yo creo que os vals a
volver loco, señor Bertuccio— dijo el
conde. y
—¡ Pero no murió !...
—No murió puesto que le tenéis de-
lante ; en lugar do herirle entre la sexta
y la séptima costilla izquierda, como
acostumbraban vuestros compatriotas,
errasteis el golpe y heriríais un poco
más arriba o más abajo ; o no será ver-
dad nada de lo que habéis contado ; ha-
bría sido un sueño de vuestra imagina-
ción : os habríais quedado dormido y
le observaba atenta-
MONTECRISTO 7
delirabais en aquel momento. Veamos,
recobrad wuestra calma y contad : M. y
madama de Villefort, dos; M, y mada-
ma Danglars, cuatro ; monsieur de Cha-
teau Renaud, M. Debray, M. Morrel,
siete; el señor mayor Bartolomé Ca-
valcanti, ocho.
—;¡ Ocho !...—repitió Bertuccio con
voz apagada.
—;¡ Esperad ! ¡ esperad !..., ¡ qué pri-
sa tenéis de marcharos!..., ¡qué dia-
blo!..., olvidáis a uno de mis convida-
dos. Mirad hacia la izquierda... allí...
monsieur Andrés Cavalcanti, aquel jo-
ven vestido de negro que mira a la Vir-
gen de Murillo... que se vuelve...
Mas esta vez, Bertuccio no pudo con-
tenerse y empezó a articular un grito
que la mirada de Montecristo apagó en
gus labios.
—; Benedetto !...— murmuró con voz
sorda—, ¡ fatalidad !
—Las seis y media dan en este mo-
mento, señor Bertuccio — dijo severa-
mente el conde— ; ésta es la hora en que
os di la orden de sentarnos a la mesa,
y sabéis que no me gusta esperar,
Y Montecristo entró en el salón don-
de le aguardaban sus convidados, mien-
tras que Bertuccio se dirigía al come-
dor, apoyándose contra las paredes.
inco minutos después, las dos puer-
tas del salón se abrieron. Bertuccio se
presentó en ellas, y haciendo como Va-
tel en Chantilly el único heroico es-
fuerzo :
—El señor conde está servido — dijo.
Montecristo ofreció el brazo a mada-
ma de Villefort.
—Señor de Villefort — dijo—, con-
ducid a madama Danglars al salón, os
lo ruego.
Villefort obedeció, y todos pasaron al
comedor.
11.—La comida.
Era evidente que, al entrar, un mis-
mo sentimiento animaba a todos los
convidados, que se preguntaban qué ex-
traña influencia los había conducido a
aquella casa ; sin embargo, asombrados
como estaban la mayor parte, hubieran
sentido no haber asistido a aquella co-
mida.
Y a pesar de-que lo reciente de las re-
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