Full text: Tomo 2 (2)

EL CONDB DE 
guo al en que se hallaba, y se dirigió 
a él, 
—¿Queréis algo, señor Bertuccio? — 
le dijo. 
—Su excelencia no me ha dicho el 
número de convidados. : 
—¡ Ah! Es verdad. 
—¿ Cuántos cubiertos ? 
—Contadlos vos mismo. 
—¿ Han venido todos, excelencia ? 
—Al. 
Bertuccio miró al través de la puerta 
entreabierta. 
Montecristo 
mento. 
—;¡ Ah ! ¡ Dios mío ! — exclamó. 
—¿ Qué? — preguntó el conde. 
—¡ Esa mujer!... ¡esa mujer!... 
—¿ Cuál? 
—¡ La que lleva un vestido blanco y 
tantos diamantes !... ¡ La rubia!... 
—¿Madama Danglars ? 
—Yo no sé cómo se llama. ¡ Pero es 
ella !..., señor, ¡ es ella!... 
—¿ Quién es ella?... 
—¡ La mujer del jardín!... ¡ La que 
estaba encinta!... La que se paseaba 
esperando... esperando... 
Bertuccio ge quedó con la boca abier- 
ta, pálido y con los cabellos erizados. 
—¿ Esperando a quién ? 
Bertuccio, sin responder, mostró a 
Villefort con el dedo, casi con el mismo 
ademán con que Macbeth mostró a 
Bancuo. 
+ Oh f0 10h th — Tnurmuró al 
fin—; ¿no veis?... 
—¿El qué? ¿a quién?... 
—¡A él! 
—¡A él!... ¿al señor procurador del 
rey, Villefort?... Sin duda alguna le 
veo. 
—; Pero no le maté !... | Dios mío! 
— Diantre!... Yo creo que os vals a 
volver loco, señor Bertuccio— dijo el 
conde. y 
—¡ Pero no murió !... 
—No murió puesto que le tenéis de- 
lante ; en lugar do herirle entre la sexta 
y la séptima costilla izquierda, como 
acostumbraban vuestros compatriotas, 
errasteis el golpe y heriríais un poco 
más arriba o más abajo ; o no será ver- 
dad nada de lo que habéis contado ; ha- 
bría sido un sueño de vuestra imagina- 
ción : os habríais quedado dormido y 
le observaba  atenta- 
MONTECRISTO 7 
delirabais en aquel momento. Veamos, 
recobrad wuestra calma y contad : M. y 
madama de Villefort, dos; M, y mada- 
ma Danglars, cuatro ; monsieur de Cha- 
teau Renaud, M. Debray, M. Morrel, 
siete; el señor mayor Bartolomé Ca- 
valcanti, ocho. 
—;¡ Ocho !...—repitió Bertuccio con 
voz apagada. 
—;¡ Esperad ! ¡ esperad !..., ¡ qué pri- 
sa tenéis de marcharos!..., ¡qué dia- 
blo!..., olvidáis a uno de mis convida- 
dos. Mirad hacia la izquierda... allí... 
monsieur Andrés Cavalcanti, aquel jo- 
ven vestido de negro que mira a la Vir- 
gen de Murillo... que se vuelve... 
Mas esta vez, Bertuccio no pudo con- 
tenerse y empezó a articular un grito 
que la mirada de Montecristo apagó en 
gus labios. 
—; Benedetto !...— murmuró con voz 
sorda—, ¡ fatalidad ! 
—Las seis y media dan en este mo- 
mento, señor Bertuccio — dijo severa- 
mente el conde— ; ésta es la hora en que 
os di la orden de sentarnos a la mesa, 
y sabéis que no me gusta esperar, 
Y Montecristo entró en el salón don- 
de le aguardaban sus convidados, mien- 
tras que Bertuccio se dirigía al come- 
dor, apoyándose contra las paredes. 
inco minutos después, las dos puer- 
tas del salón se abrieron. Bertuccio se 
presentó en ellas, y haciendo como Va- 
tel en Chantilly el único heroico es- 
fuerzo : 
—El señor conde está servido — dijo. 
Montecristo ofreció el brazo a mada- 
ma de Villefort. 
—Señor de Villefort — dijo—, con- 
ducid a madama Danglars al salón, os 
lo ruego. 
Villefort obedeció, y todos pasaron al 
comedor. 
11.—La comida. 
Era evidente que, al entrar, un mis- 
mo sentimiento animaba a todos los 
convidados, que se preguntaban qué ex- 
traña influencia los había conducido a 
aquella casa ; sin embargo, asombrados 
como estaban la mayor parte, hubieran 
sentido no haber asistido a aquella co- 
mida. 
Y a pesar de-que lo reciente de las re- 
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