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—Que te dejes aquí ese diamante que
traos en el dedo. ¿ (Quieres que nos pren-
dan? ¿Quieres perdernos con semejan-
te barbaridad ?
—¿ Por qué dices eso?
—¿Por qué? ¡Porque te pones una
librea, te disfrazas de lacayo, y te dejas
en el dedo un diamante que valdrá de
cuatro a cinco mil francos.
—;¡ Caramba !... Acertaste el precio...
¿por qué no te echas a diamantista ?
—Hs que yo entiendo de diamantes ;
he tenido uno.
—Y puedes vanagloriarte de ello -——
dijo Andrés que, sin incomodarse, co-
mo temía Caderousse, le entregó el dia-
mante sin disgusto.
Caderousse se puso a mirarlo tan cer-
ca, que Andrés conoció que examinaba
si los rayos de la piedra brillaban bas-
tante.
-—Esbe diamante es falso —- dijo Ca-
derousse.
-—¿Te burlas? — respondió 'Andrés.
-—No te incomodes, ahora lo veremos.
Y Caderousse se dirigió a la ventana,
y pasando el diamante por los vidrios,
" éstos crajieron al momento.
—« Laus Deo!» Es verdad -— dijo
Caderousse colocándose el anillo en el
dedo meñique—, me engañé ; esos la-
drones de diamantistas imitan de tal
manera Jas piedras preciosas, que ya
es inútil el «r a robar nada a sus alma-
cenes ; esta industria se ha perdido.
—-¿Conque — dijo Andrés—, hemos
acabado? ¿Tienes alguna otra cosa que
pedirme? ¿Quieres mi vestido? ¿Quie-
res mi gorra? Vamos, no tengas em-
barazo en pedir.
—No, en el fondo eres un buen cama-
rada. Anda con Dios, haré lo posible
por curarme mi ambición.
-Pero ten cuidado que al vender el
diamante no te suceda lo que temías
que te sucediese con las monedas de
oro.
—-No lo venderé ;
-—Hoy o mañana,
dijo el joven para sí.
—Punantuelo afortunado —- añadió
Caderousse—, ¿ahora vas a buscar tus
lacayos, tus caballos, tu carruaje y tu
hovia ?
—S, ya — dijo 'Andrés.
—Mira, espero que el día que te cs
no tengas cuidado
lo más tardo -
ALEJANDRO DUMAS
ses con la hija de mí amigo Danolars,
me harás un buen regalo.
—Ya te he dicho que se te ha puesto
esa tontería en la: cabeza.
—¿ Qué dote tiene?
—Ya te digo..
—¿ Un millón ?
'Andrés se encogió de hombros.
—Vamos, sea un millón ; nunca ten-
drás tanto como yo te deseo
—Gracias — dijo el mancebo.
—Lo digo de corazón — añadió Ca-
derousse riendo fuertemente—. Hspe-
ra, te acompañaré.
—No te incomodes.
—Es preciso.
—4 Por qué?
— Oh | us la puerta tiene un
pequeño secreto; una medida de pre:
caución que me ha parecido convenien-
te adoptar; una cerradura de Huret y
Fichet, «revisada y añadida» por Gras-
par Caderomsse. Tie haré otra igual
cuando seas capitalista.
—Gracias — dijo Andrés—, te avi-
saré con ocho días de anticipación.
Y se separaron. :
E rousse permaneció en la escalera
hasta que vió a Andrés bajar todos los
pisos a atravesar el patio. Entonces se
entró precipitadamente, cerró la puer-
ta y se puso a estudiar como un pro-
fundo arquitecto el plano que había tra-
zado Andrés.
—Paréceme — dijo—, que mi que-
rido Benedetto no se apesadumbrará por
coger la herencia, y que no será mal
amigo suyo el que le anticipe el día de
tomar sus quinientos mil francos.
XXI.-—-La fractura.
El día siguiente al en que tuvo lugar
la Egon ión que hemos referido, el
conde de Montecristo marchó efectivas
mente a Auteuil con Al, muchos cria:
dos y los caballos que quería probar.
La llegada de Bertuccio, que volvía de
Normandía con noticias de la casa Y
de la corbeta, determinó este viaje, en
el que «el conde no pensaba la víspera.
La casa estaba pronta, y la corbeta
hacía ocho dias que se hallaba al ancla
en una rada pequeña, después de haber
- «Semaplido con las formalidades exigidas,
y pronta a darse de nuevo a la yela, El