EL CONDE DH
prueba—y le entregó un papel que ha-
bia sacado de un bolsillo.
Alberto lo abrió ; era una declaración
de cuatro habitantes de los más nota-
bles de Janina, afirmando que el coro-
nel Fernando Mondego, coronel ins-
tructor al servicio del visir Alí Tebelín,
había entregado el castillo de Janina
por la cantidad de dos mil bolsas; las
o estaban legalizadas por el cón-
sul.
Alberto cayó aterrado sobre un si-
llón ; esta vez no podía dudarlo: su
apellido se hallaba escrito con todas sus
letras ; así es que después de un mo-
mento de doloroso silencio, su corazón
se oprimió, las venas de su cuello se
hincharon extraordinariamente, y Un
torrente de lágrimas se escapó de sus
ojos.
Beauchamp, que había mirado con
profunda piedad al joven, cediendo al
dolor, se acercó a él.
—Alberto — le dijo—, me compren-
déis ahora, ¿no es verdad? He querido
verlo todo y juzgar por mí mismo, es-
perando que la explicación sería favo-
rable a vuestro padre, y que yo podría
hacerle justicia ; pero, por el contrario,
todos los que me han informado ase-
guran que ese oficial instructor, ese
Fernando Mondego, elevado por Alí
Bajá al título de general gobernador,
es el mismo que hoy se llama el conde
Vernando de Morcef ; entonces he co-
vrido a vos, acordándome que hace tres
años me dispensasteis el honor de lla-
marme vuestro amigo.
Alberto, tendido en un sillón, oculta-
ba sus ojos con las manos, como si qui-
siese impedir que penetrase hasta ellos
la claridad del día.
—Ho corrido a+ vos — continuó Beau-
champ—, para deciros : Alberto, las fal-
tas de nuestros padres, en estos tiempos
de acción y de reacción, no pueden lle-
gar hasta sus hijos ; pocos han atrave-
sado la revolución, en medio de la cual
hemos nacido, sin que su uniforme de
soldado o su toga de juez hayan sido
manchados de lodo o sangre. Alberto,
Madie en el mundo, ahora que tengo to-
das las pruebas, ahora que soy dueño
de vuestro secreto, puede forzarme a un
combate que estoy seguro que vucstra
conciencia os echaría en cara como un
MONTECRKISTO 141
crimen ; pero lo que podéis exigir de
mí, vengo a ofrecéroslo. ¿Queréis que
desaparezcan estas pruebas, estas reve-
laciones, estas declaraciones que yo solo
poseo ? Este espantoso secreto, ¿querdis
que permanezca oculto entre los dos?
Confiad en mi palabra de honor; ja-
más saldrá de mis labios. Decid, Al
berto, ¿lo queréis? Decid, ¿lo querdcis,
amigo mio?
Alberto se lanzó al cuello de Beau-
champ.
¡ Ah, noble corazón! — exclamó.
—'Tomad — dijo Beauchamp presen-
tando los papeles a Alberto,
Alberto los recibió con mano convul.
siva, los apretó, los iba a romper ; pero
temiendo que el viento se llevase la
más pequeña partícula, y ésta viniese
un día a darle en la frente, se fué a la
bujía que ardía para encender los ciga-
rros y quemó hasta el último fragmento
—¡ Querido amigo! ¡excelente ami-
go! — exclamó Alberto quemando sus
papeles.
—Olvidad todo esto como un mal
sueño — dijo Be sauchamp—, que todo
se borre en nuestra imaginación, como
se ha borrado de esas cenizas ennegre-
cidas que corren por el suelo; que se
desvanezca como el último humo esca-
pado de ellas.
—S1, sí — dijo poe a y que no
quede más que la eterna amistad que
consagro a mi salvador, y que mis hi.
jos transmitirán a los suyos ; amistad
que me hará recordar siempre que le
debo la sangre de mis venas, mi vida y
el honor de mi nombre... ¡Oh! Beau-
champ, os aseguro que sl semejante cosa
se hubiera sabido, me hubiera hecho
saltar los sesos de un tiro; pero no
¡ pobre madre mía! no hubiese querido
mataros con este golpe; me hubiera
expatriado.
—¡ Querido Alberto! — dijo Beau-
champ.
Pero el joven salió bien pronto de es-
ta alegría inopinada, y volvió, por de-
cirlo así, a caer en su tristeza.
—Y bien — dijo Beauchamp—, ¿qué
más hay aún?
—Hay — respondió Alberto—, una
cosa que ha destrozado mi corazón. Es-
cuchadme, Beauchamp ; no se separa
uno así, en un minuto, de aquella con»
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