Full text: Tomo 2 (2)

EL CONDE DH 
prueba—y le entregó un papel que ha- 
bia sacado de un bolsillo. 
Alberto lo abrió ; era una declaración 
de cuatro habitantes de los más nota- 
bles de Janina, afirmando que el coro- 
nel Fernando Mondego, coronel ins- 
tructor al servicio del visir Alí Tebelín, 
había entregado el castillo de Janina 
por la cantidad de dos mil bolsas; las 
o estaban legalizadas por el cón- 
sul. 
Alberto cayó aterrado sobre un si- 
llón ; esta vez no podía dudarlo: su 
apellido se hallaba escrito con todas sus 
letras ; así es que después de un mo- 
mento de doloroso silencio, su corazón 
se oprimió, las venas de su cuello se 
hincharon extraordinariamente, y Un 
torrente de lágrimas se escapó de sus 
ojos. 
Beauchamp, que había mirado con 
profunda piedad al joven, cediendo al 
dolor, se acercó a él. 
—Alberto — le dijo—, me compren- 
déis ahora, ¿no es verdad? He querido 
verlo todo y juzgar por mí mismo, es- 
perando que la explicación sería favo- 
rable a vuestro padre, y que yo podría 
hacerle justicia ; pero, por el contrario, 
todos los que me han informado ase- 
guran que ese oficial instructor, ese 
Fernando Mondego, elevado por Alí 
Bajá al título de general gobernador, 
es el mismo que hoy se llama el conde 
Vernando de Morcef ; entonces he co- 
vrido a vos, acordándome que hace tres 
años me dispensasteis el honor de lla- 
marme vuestro amigo. 
Alberto, tendido en un sillón, oculta- 
ba sus ojos con las manos, como si qui- 
siese impedir que penetrase hasta ellos 
la claridad del día. 
—Ho corrido a+ vos — continuó Beau- 
champ—, para deciros : Alberto, las fal- 
tas de nuestros padres, en estos tiempos 
de acción y de reacción, no pueden lle- 
gar hasta sus hijos ; pocos han atrave- 
sado la revolución, en medio de la cual 
hemos nacido, sin que su uniforme de 
soldado o su toga de juez hayan sido 
manchados de lodo o sangre. Alberto, 
Madie en el mundo, ahora que tengo to- 
das las pruebas, ahora que soy dueño 
de vuestro secreto, puede forzarme a un 
combate que estoy seguro que vucstra 
conciencia os echaría en cara como un 
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crimen ; pero lo que podéis exigir de 
mí, vengo a ofrecéroslo. ¿Queréis que 
desaparezcan estas pruebas, estas reve- 
laciones, estas declaraciones que yo solo 
poseo ? Este espantoso secreto, ¿querdis 
que permanezca oculto entre los dos? 
Confiad en mi palabra de honor; ja- 
más saldrá de mis labios. Decid, Al 
berto, ¿lo queréis? Decid, ¿lo querdcis, 
amigo mio? 
Alberto se lanzó al cuello de Beau- 
champ. 
¡ Ah, noble corazón! — exclamó. 
—'Tomad — dijo Beauchamp presen- 
tando los papeles a Alberto, 
Alberto los recibió con mano convul. 
siva, los apretó, los iba a romper ; pero 
temiendo que el viento se llevase la 
más pequeña partícula, y ésta viniese 
un día a darle en la frente, se fué a la 
bujía que ardía para encender los ciga- 
rros y quemó hasta el último fragmento 
—¡ Querido amigo! ¡excelente ami- 
go! — exclamó Alberto quemando sus 
papeles. 
—Olvidad todo esto como un mal 
sueño — dijo Be sauchamp—, que todo 
se borre en nuestra imaginación, como 
se ha borrado de esas cenizas ennegre- 
cidas que corren por el suelo; que se 
desvanezca como el último humo esca- 
pado de ellas. 
—S1, sí — dijo poe a y que no 
quede más que la eterna amistad que 
consagro a mi salvador, y que mis hi. 
jos transmitirán a los suyos ; amistad 
que me hará recordar siempre que le 
debo la sangre de mis venas, mi vida y 
el honor de mi nombre... ¡Oh! Beau- 
champ, os aseguro que sl semejante cosa 
se hubiera sabido, me hubiera hecho 
saltar los sesos de un tiro; pero no 
¡ pobre madre mía! no hubiese querido 
mataros con este golpe; me hubiera 
expatriado. 
—¡ Querido Alberto! — dijo Beau- 
champ. 
Pero el joven salió bien pronto de es- 
ta alegría inopinada, y volvió, por de- 
cirlo así, a caer en su tristeza. 
—Y bien — dijo Beauchamp—, ¿qué 
más hay aún? 
—Hay — respondió Alberto—, una 
cosa que ha destrozado mi corazón. Es- 
cuchadme, Beauchamp ; no se separa 
uno así, en un minuto, de aquella con» 
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