EL CONDB DE
Los esterletes se pescan solamente en
el Volga.
—¡ 0h ! — dijo Cavalcanti—. Sólo en
el lago Pusaro es donde se pescan lam-
preas de esa dimensión.
—¡ Imposible | — exclamaron a un
mismo tiempo todos los convidados.
—Pues bien; eso justamente es lo
que me divierte — dijo Montecristo—.
Yo soy como Nerón, cupilor imposibt-
lium ; y por esto mismo esta carne, que
tal vez no valga la mitad que la del
salmón, os purecerá ahora deliciosa,
porque no podíuis procurárosla en vues-
bra imaginación, y, sin embargo, la te-
néis aquí.
—¿Pero cómo han podido transpor-
tar estos dos pescados a Paris?
—¡ 0h ! ¡ Dios mío!... Nada más sen-
cillo: los han traído en un gran tonel,
rodeado uno de rosales y hierbas de río,
y el otro de plantas de lago ; se les pu-
so por tapadera una rejilla, y ban vivi-
do así : el esterlete doce días y la lam-
prea ocho, y todos vivían perfectamen-
te cuando mi cocinero se apoderó de
ellos para componerlos como los veis.
¿No lo creéis, señor Danglars?
—Mucho lo dudo al menos — respon-
dió sonriéndose.
—Bautista — dijo Montecristo—, ha-
ced que traigan el otro esterlete y la
otra lamprea ; va sabéis, los que vinie-
ron en otros toneles y que viven aún.
Danglars se quedó admirado ; todos
los demás aplaudieron con frenesí.
Cuatro criados trajeron dos toneles
rodeados de plantas marinas, en las cua-
les palpitaban dos pescados semejantes
a los que se habían servido en la mesa,
—¿ Y por qué habéis traido dos de
cada especie? — preguntó Danglars.
—Porque uno podía morirse — reg-
pondió sencillamente Montecristo.
—Sois hombre prodigioso—dijo Dan-
glars—. Bien dicen los filósofos : no hay
nada como tener una fortuna.
—Y sobre todo, tener ideas — dijo
madama Danglars.
— ¡Oh! No me hagáis ese honor, se-
fora ; los romanos hacian esto muy a
menudo, y Plinio cuenta que enviaban
de Ostia a Roma, con esclavos que los
llevaban sobre sus cabezas, pescados de
la especie que ellos llamaban mulas, y
que, según la pintura que hacen de él,
MONTECRISTO
es probablemente el dorado. También
era lujo tenerlos vivos, y un espectácu-
lo muy divertido el verlos morir ; porque
en la agonía cambiaban tres o cuatro
veces de color, y, como un arco iris que
se evapora, pasaban por todos los colo-
res del prisma, después de lo cual los
enviaban a las cocinas. Su agonía tenla
también su mérito. Si no los veían vi-
vos, los despreciaban muertos.
—Si — dijo Debray—, pero de Ostia
a Roma no hay más de seis a siete le-
guas.,
— Ah! ¡Es verdad ! — dijo Monte-
cristo—. ¿Pero en qué consistiría el mé-
rito si mil ochocientos años después de
Lúculo no se hubiera adelantado nada ?
Los dos Cavalcanti estaban estupe-
facbos ; pero no pronunciaban palabra.
— Todo eso es admirable — dijo Cha-
teau Renaud—; sin embargo, lo que
más me extraña es la admirable pron-
titud con que sois servido. ¿Es verdad,
señor conde, que esta casa la habéis
comprado hace cinco días?
—A fe mía, todo lo más — respondió
Montecristo.
—¡ Pues bien !... Estoy seguro de que
en ocho días ha sufrido una transforma.
ción completa, porque si no me engaño,
tenía otra entrada y el patio estaba em-
pedrado y vacío, al paso que hoy el na.
tio es un magnífico jardín, con árboles
que parecen tener cien años lo menos,
—¿Qué queréis?... Me gusta el fo-
llaje y la sombra — dijo Montecristo.
—En efecto — dijo madama de Vi-
llefort—, antes se entraba por una puer-
ta que cala al camino, y el día en que
me libertasteis milagrosamente, me hi-
cistels entrar por ella a la casa.
—SÍ, señora —dijo Montecristo— ;
pero después he preferido una entrada
que me permitiese ver el Bosque de Bo-
lonia al través de mi reja.
¡ En cuatro días |! — dijo Morrel—,
¡ Qué prodigio !...
— En efecto — dijo Chateau Re-
naud—, de una casa vieja hacer una
hueva, es milagroso ; porque la casa es-
taba muy vieja y era muy triste. Me
acuerdo que mi madre me encargó que
la viese cuando M. de Saint-Meran la
puso en venta hará dos o tres años.
—M. de Saint-Meran — dijo mada»
ma de Villefort— ; ¿pero esta casa per-
o